ANTONIO PORCHIA: EL APOGEO DEL AFORISMO ( * )
POR ROBERTO JUARROZ ( ** )
La literatura fragmentaria pretende responder a la naturaleza misma de la vida y del mundo interior del hombre. Fragmentar alude, aun etimológicamente, a ruptura, partición, fractura, quiebra. El pensar y la realidad no constituyen fluencias homogéneas, sino crispados procesos donde priman las intermitencias, los saltos y los sobresaltos. En el fondo, toda lógica y todo discurso representan esfuerzos más o menos provocados y hasta artificiosos, empalmes de forzada continuidad, sistemas constructivos tercamente fraguados para desprenderse de la experiencia desnuda y discontinua.
La literatura fragmentaria prefiere la secuencia breve y concentrada, el trozo expresivo, los restos más valiosos que puedan salvarse del naufragio. Desconfía de la abundancia o el exceso de palabras y cree que algunas cosas, tal vez las más plenas, sólo pueden ser captadas enunciándolas sin mayor desarrollo, explicación, discurso o comentario. Supone que únicamente esa vía estrecha logra capturar la instantaneidad del pensar, de la visión creadora o de la iluminación mística, al no traicionar la momentaneidad quebradiza del fluir temporal. Y así el impacto de lo breve se asocia con el balbuceo primigenio y también con el sueño de una sabiduría no mediatizada. De eso se desprende un margen de desconfianza hacia la literatura y la filosofía en general, que al extender o estirar el pensamiento, la creación, la expresión, debilitarían su esencia.
No es raro que la literatura fragmentaria, bajo sus variadas formas (aforismos, sentencias, máximas, apotegmas, proverbios, refranes, adagios), haya estado presente en todas las épocas, desde los primeros textos religiosos y oraculares, la filosofía o poesía de los presocráticos y la sabiduría de Oriente, pasando por los dichos populares o los pensadores y moralistas franceses del siglo xvii, hasta abrir las puertas de la modernidad con Novalis y Nietzsche y manifestarse en nuestro siglo a través de nombres tan significativos y diferentes como Lec, Cioran o René Char. Esta irremplazabilidad del género lo sitúa junto a la poesía, como lo más cercano al silencio. Su condición es la rigurosa concentración, que está denunciando implícitamente la falta de necesidad de la mayor parte de cuanto se escribe. Su peligro es caer en la fórmula o la sentencia apodíctica y fácil, como también confundir la brevedad y la síntesis.
Lo cierto es que el aforismo, que constituye quizá la forma privilegiada de la literatura fragmentaria, ha ocupado siempre un lugar cuantitativamente escaso pero cualitativamente excepcional en el cuadro general de la historia de la literatura. Su ubicación no ha sido entonces marginal o ambigua, sino más bien central, aunque no abundante.
Contrariamente, la literatura del futuro podría brindar al aforismo y al fragmento una perspectiva más amplia y reconocida. Esta sospecha se basa en factores como los siguientes: 1) la modificación progresiva de la relación autor-lector y la aceleración creciente del tiempo de lectura; 2) la necesidad de responder a la breve disponibilidad del pensamiento y atención del hombre actual; 3) la revalorizaci6n consiguiente del lenguaje concentrado y la síntesis conceptual y poética; 4) la aparición de algunas obras aforísticas que parecen haber conjugado esos aspectos, aun sin proponérselo, pero con resultados tan inesperados como la edición de más de cien mil ejemplares del libro Voces, de Antonio Porchia.
Hemos dicho alguna vez que la figura más o menos tradicional del escritor, dotada de ciertas características y cualidades relativamente definidas, pierde su vigencia y se desintegra cuando nos encontramos con el caso ejemplarmente inhabitual de Antonio Porchia. La doble vertiente de su vida y su obra lo apartan de cualquier perspectiva prefijada y su captación exige por lo tanto someterse a puertas de la modernidad con Novalis y Nietzsche y manifestarse en nuestro siglo a través de nombres tan significativos y diferentes como Lec, Cioran o René Char. Esta irremplazabilidad del género lo sitúa junto a la poesía, como lo más cercano al silencio. Su condición es la rigurosa concentración, que está denunciando implícitamente la falta de necesidad de la mayor parte de cuanto se escribe. Su peligro es caer en la fórmula o la sentencia apodíctica y fácil, como también confundir la brevedad y la síntesis.
Aunque en cierto modo fue un enamorado de la vida, Porchia vivió casi como si no viviera. Y análogamente, aunque fue un amante del pensamiento y la palabra, escribió casi como si no escribiese. Si unimos esto a dos de sus rasgos más notables, la profundidad y la intensidad, tal vez quepa sospechar en él esa peculiar distancia interior donde en algunos raros hombres se hospedan con insólita fuerza el ser y el no ser de las cosas, Es probable que el reconocimiento de esa cortante dialéctica esencial, como punto de mira para interpretar el mundo y también como excepcional experiencia de sabiduría, constituya una de las claves fundamentales para comprender o recibir esta obra.
Ante esto, resulta comprensible que haya podido decirse de su autor que era uno de esos extraños hombres con rara salud total, rocas con geología propia, cuyo signo parece más agudo que el de la temporalidad. O también que se le haya evocado como un maestro que no parecía un maestro, un sabio que no parecía un sabio, un escritor que no parecía un escritor, un hombre que no parecía un hombre, sino más bien lo que podría llegar a ser un hombre, En esta línea escribió: Estoy tan poco en mí, que lo que hacen de mí, casi no me interesa.
Si hubiera que señalar algunas de las cualidades definitorias de su vida, aquellas que al combinarse configuraron su perfil diferente y único, sería preciso comenzar por la humildad. No por cierto una blandura asentidora, conformista y opaca, sino esa fuerza interior que ha aprendido a no exhibirse porque no pierde de vista la insignificancia del hombre en el universo, ni la simulación o el malentendido que se entretejen siempre con la aureola de toda supuesta grandeza. La humildad de Porchia conjugaba simultáneamente una actitud interior de profundo autoconocimiento y una serie de circunstancias y hechos exteriores de su propia vida. La primera suele generar muchos de sus pensamientos y tal vez subyazga en todos. Así afirma: El hombre es una cosa que aprenden los niños. Una cosa de niños. O también: Todo lo que es no es todo. Porque yo podría no ser. Y quién sabe cuánto podría no ser. Tal vez todo. O más cerca: El hombre es aire en el aire y para ser un punto en el aire necesita caer. O más terrible: Otra vez no quisiera nada. Ni una madre quisiera otra vez. O más terminante: En plena luz no somos ni una sombra. O más actual: El hombre es débil y cuando ejerce la profesión de fuerte es más débil. O más subjetivo: viéndome, me pregunto: ¿qué pretenden verse los demás?
Porchia nació en Calabria, Italia, en 1886, pero una serie de difíciles condiciones familiares lo trajeron muy joven, en 1901, a Buenos Aires, donde vivió hasta su muerte, en 1968. Se desempeñó allí como apuntador en el puerto, trabajó luego en una imprenta y en otras modestas ocupaciones, frecuentando durante muchos años los ambientes de pintores del barrio de La Boca. Allí parecía encontrarse en su casa, silencioso, sencillo, con una discreción parecida a la timidez. Debió posteriormente trasladarse a lugares más lejanos del centro de la ciudad, alargando así el itinerario del número creciente de amigos que no podía prescindir de reencontrarlo periódicamente y volver a constatar su extraña combinación de lucidez y bondad.
Visitarlo era un peregrinaje hacia la fuerza interior, hacia el pensamiento despierto y activo, hacia la verdadera inteligencia. Un peregrinaje hacia la profundidad, sin hieratismos ni formalidades, donde el encuentro se daba en una atmósfera de espontánea generosidad. Visitar a Porchia era tener el privilegio de vivir un poco la sabiduría y verla brotar de la humildad y la soledad como un fruto en el cual convergían con igual plenitud la sabiduría de la vida y la sabiduría del lenguaje, posiblemente inseparables en último término. Sorprendente concierto en un ser de relativa y hasta escasa cultura formal y en un tiempo en que la sabiduría es una dimensión casi perdida.
La profundidad y la extrema concentración se revelaban en Porchia como si en él se hubiera encarnado un abismo. Quien las compartía o por lo menos las soportaba, podía casi "ver" al espíritu por dentro. Era uno de esos pocos hombres que pueden ser para nosotros revelación e iniciación. Dialogar con él y observar cómo "modelaba" sus pensamientos transmitían simultáneamente una fortaleza y una altísima confianza, pero no sólo en relación con él, sino por una especie de reconocimiento más pleno de toda la realidad. Bien pudo decir: Lo profundo de mí es todo. Pero es todo sin yo. Es que todo lo que es profundo solamente es todo. Y agregó en otra parte: Lo hondo, visto con hondura, es superficie.
La vida y la obra de Porchia están señaladas también por la soledad, el apartamiento y la marginación. No se habita en vano el infinito, dentro de un mundo que lo escamotea y lo traiciona. La soledad es la ley del creador; el apartamiento es su situación o su condena inevitable; la marginaci6n es el resultado de no compaginar con los productos de la medianía y la superchería literarias, así como tampoco con las simulaciones y los estereotipos sociales. Adquieren así particular sentido sus aforismos sobre la soledad: Un hombre solo es mucho para un hombre solo. O también: El árbol está solo, la nube está sola. Todo está solo cuando yo estoy solo.
Hay en los aforismos de Porchia algo que no ha sido señalado a menudo: una veta de aparente negación metafísica, sosteniendo una afirmación existencial, que puede manifestarse alternativamente como nostalgia religiosa (Hace mucho que no pido nada al cielo y aún no han bajado mis brazos. (Dios mío, casi no he creído nunca en ti, pero siempre te he amado), piedad hacia el hombre (Donde hay una pequeña lámpara encendida, no enciendo la mía), fervor por las cosas (Puedo no mirar las flores, pero no cuando nadie las mira), reflexión sobre sí mismo (Como me hice, no volvería a hacerme. Tal vez volvería a hacerme como me deshago), rechazo de la aberración masificadora (Cien hombres, juntos, son la centésima parte de un hombre), intuición de la naturaleza íntima del encuentro y el desencuentro (Te ayudaré a venir si vienes y a no venir si no vienes). O reconocimiento ético del ser (Sí, trataré de ser. Porque creo que es orgullo no ser).
Y hay también en Porchia una zona de "temor y temblor" o "pensamientos de la caverna", como algunos amigos los llamamos alguna vez. Así, por ejemplo: A veces, de noche, enciendo una luz, para no ver. Y otro: No descubras, que puede no haber nada. Y nada no se vuelve a cubrir. Y otro: Y si nada se repite igual, todas las cosas son últimas casas. Y otro: Cuando se apagaron sus ojos, yo también vi una sombra.
Y se llega así a verdaderas audacias de pensamiento, que hacen tambalear o desafían casi provocativamente toda lógica: Cuando no se quiere lo imposible, no se quiere Llega a afirmar entonces cosas como esta: El no saber hacer supo hacer a Dios. O se arriesga en los laberínticos trasfondos del destino: Nadie puede no ir más allá. Y más allá hay un abismo. O roza la vigencia del no ser: Si me olvidase de lo que no he sido, me olvidaría de mí. Y toca los límites últimos: El razonar de la verdad es demencia.
Pero junto a todo esto, hay siempre en Porchia un regreso a un mundo de inusitada solidaridad con el hombre y las cosas, como cuando dice: No ves el río de llanto porque le falta una lágrima tuya. Y también: La pobreza ajena me basta para sentirme pobre; la mía no me basta. O este hallazgo de equilibrio moral: El bien que hacemos a quien no le debemos bien, lo debemos a quien nos lo hace. O este reconocimiento de equilibrio casi metafísico: Y si no hubiera luces que se apagan, las luces que se encienden no alumbrarían. O esta rotunda cláusula de equilibrio simplemente vital: Si sostienes, no si te sostienes, puedas creer que te sostienes.
Y como en un movimiento pendular, que recoge dramáticamente lo absurdo, lo contradictorio y lo antitético de la realidad, surge también a veces un acerado escepticismo, doloroso y casi cruel: Yo le pediría algo más a este mundo, si tuviese algo más este mundo. Es allí donde aparecen las más cruentas sospechas: A veces creo que el mal es todo y que el bien es sólo un bello deseo del mal. Es allí donde se desnuda la miseria del hombre: Te deben la vida y una caja de fósforos y quieren pagarte una caja de fósforos, porque no quieren deberte una caja de fósforos. Es allí donde se palpa sin lamentos el duro oficio de existir: Si nacen algunas flores, cuando no es primavera, no las dejes crecer. Y es allí donde se toca, casi abrumadoramente, el dolor humano: Hay caídos que no se levantan para no volver a caer.
Ante esta excepcional riqueza de pensamiento resulta doblemente sorprendente recordar que todo está contenido en una sola y única obra, publicada en varias series a partir de 1943, bajo el titulo de Voces. Porchia eligió este nombre, cargado de elementalidad, para designar estos breves fragmentos que anotó durante muchos años y sólo publicó por la insistencia de algunos de sus amigos. Hay algo en la profundidad y la proximidad de esas reflexiones que parece adquirir relieve propio y no caber en la tradicional denominación de "aforismo" aunque por otro lado parezcan acercarse más a este género, renovándolo, que a las máximas, los proverbios o las sentencias. Sus textos cortos y extremadamente concentrados, que rozan lo metafísico y lo poético, han hecho evocar algunas veces las más altas formas de los aforismos orientales y occidentales (Lao Tse, Upanishads, presocráticos, Novalis, Nietzsche, Lichtenberg, Lec, etcétera).
Parte Porchia de un hondo sentimiento de necesidad expresiva, entendida como necesidad de ser: Cuando digo lo que digo, es porque me ha vencido lo que digo. El lenguaje se inserta así, de inmediato, en la pura dimensión metafísica y se convierte en vehículo que parece trascender el ámbito habitual de lo literario, exponiendo al mismo tiempo la tensión que nace en la palabra por no poder desprenderse totalmente de¡ reclamo del silencio: Hablo pensando que no debiera hablar. Así hablo. Es probable que este pensamiento pueda servir como una especie de lema para toda la literatura fragmentaria.
Se ha dicho que la palabra de Porchia está extraordinariamente "cerca" de su pensamiento. Se la siente plásticamente moldeada a su contacto, sin anterioridad y sobre todo sin posterioridad de discurso, rodeada de silencio activo, sin comodines ni muletillas, palpables en tantos poemas que andan por ahí y hasta en algunos escritos de alta mística. Por eso su forma de aforismo, de breve núcleo entero, de rigurosa y esencial condensación, opuesta al fragmentarismo holgazán que simplemente elude cualquier esfuerzo de desarrollo. Se trata del proceso inverso: aquí el desarrollo tiene signo al revés. Casi nunca usa sinónimos; sabe que no hay sinónimos perfectos y también cuánto puede agregar a una palabra cierta pequeña variación de perspectiva en la frase. Se vale de un lenguaje casi en estado de inocencia, pero de inocencia final, donde cada término tiene algo de sagrado y único, sin borrosidad de desgaste, Habla como si fuese el primer hombre que hablara, pero lejos de la grandilocuencia y la profecía. Habla desde más allá del lenguaje, como si su voz no estuviera hecha de palabras. Podemos llegar a sospechar que si el hombre hubiese nacido inteligente, tal vez habría hablado así en la primera mañana del mundo.
André Breton y Roger Caillois (uno de sus descubridores y su primer traductor al francés) saludaron la obra de Porchia corno una nueva forma de pensamiento entrañable. Fue creciendo así el reconocimiento nacional y extranjero, por encima de interesadas y mezquinas postergaciones. Se sucedieron entonces las ediciones cada vez más amplias y las traducciones a diversos idiomas, entre las que cabe recordar especialmente las versiones al francés de Roger Callois (París, G.L.M., 1949) y Roger Munier (París, Fayard, 1979; con prólogo de Jorge Luis Borges y postfacio de Roberto Juarroz), así como la versión inglesa de W.S. Merwin (Chicago, Big Table Publishing Cornpany, 1969). Es probable que unos de los secretos de la creciente influencia de Porchia, tanto dentro del campo de la literatura argentina como en su irradiación a otros países, esté señalado por el título de uno de los primeros trabajos dedicados a analizar su obra: "una aproximación al lenguaje total. La visión y la palabra de Porchia se afirman en los planos últimos del ser y el no ser. Su profundidad no sólo justifica su obra, sino también al hombre y su vida. Sabe que el hombre es un clima de abismo y sólo habla en ese clima. Sabe que hay una palabra que es más que literatura, suprema caligrafía del hombre ante la muerte y el todo, sin mentes que no se resuelvan en espíritu, sin sonidos que se desentiendan del silencio. Habla por imperio de su vertical soledad de hombre y pone así en crisis, a fuerza de espíritu y lucidez, las categorías que habitualmente se oponen: realidad -irrealidad (Las cosas reales existen mientras les atribuimos virtudes o defectos de cosas irreales), posibilidad-imposibilidad (A quienes no tienen más posibles es justo que se le perdonen algunos imposibles), saber-inocencia (He sido para mí, discípulo y maestro. Y he sido un buen discípulo, pero un mal maestro), mal-bien (La bondad no es vida), ganancia-pérdida (Me enseñaron a ganarlo todo y no a perderlo todo. Y menos mal que yo me enseñe solo, a perderlo todo), poseer-carecer (Mi pobreza no es total: falto yo), dar-negar (No tienes nada y me darías un mundo. Te debo un mundo),libertad-riesgo (Todo juguete tiene derecho a romperse), ser-no ser (Si me dijeran que he muerto o que no he nacido, no dejaría de pensarlo), belleza-fealdad (Lo bello se halla removiendo escombros), verdad-hombre (Cuando tú y la verdad me hablan, no escucho a la verdad. Te escucho a ti). En la poesía, en la literatura, en el arte, en la filosofía, hay una vanguardia permanente, que no consiste en la ruptura o la experimentación primordialmente exterior, ni tampoco en el trastrueque intempestivo e insólito de las formas, sino en una penetración cada vez más aguda e inteligente, en una constante profundización, sin atenuantes ni pretextos, en la sustancia misma de la realidad y en la de su expresión, creación o invención siempre renovada. La obra de Antonio Porchia, ceñida y personalísima, representa una prueba testimonial de esa vanguardia permanente, que quizá podría denominarse también vanguardia interior. Más poeta y pensador, que literato y filósofo, tal vez la difícil palabra que mejor le corresponda a Porchia es sabiduría. Sus aforismos se afirman en esa zona de la expresión humana que sólo aparece cuando se armonizan cierta plenitud y originalidad de las formas con una actitud de fondo extrañamente próximas a las fuentes de la vida y el ser. Por eso no es suficiente señalar en Porchia la potenciación de un pensamiento casi virgen junto a una elementalidad o sencillez de abismo, ni siquiera enumerar rasgos estilísticos como la frecuentación de la antítesis, la repetición, la simetría o el paralelismo. Habría sí que acercarse con mayor ahínco a la estructura última de su expresión y aquello que la diferencia de otros aforistas. Pero habría que hablar más bien de una dura sinceridad de fondo y forma, de un disponible escepticismo entusiasta o de un espacio inusualmente abierto, espejo tal vez de nuestros cielos y llanuras. Y habría que recordar que coinciden en él una veta de singular dimensión metafísica y poética, una especie de tensa intemperie existencial y una inteligente y potente humanidad.
Si hay futuro, una parte de la literatura lo acompañara. En esa parte ocuparan un lugar de excepción los aforismos de Antonio Porchia.
(*) Fuente: "La fidelidad al relámpago, conversaciones con Roberto Juarroz"
Universidad de Mexico, Vol. XXXVIII, nueva epoca, num 16, Mexico Agosto de 1982
Daniel Gonzalez Dueñas y Alejandro Toledo
(**) Roberto Juarroz