El tema de los escritores y artistas en
la historia de México es demasiado amplio, difícil de abordar en una
plática breve. Mi propósito en realidad es mucho más modesto. Me
propongo describir algunos rasgos de lo que llamaríamos la clase
intelectual en la historia de México. Cuando digo esto me doy cuenta de
que el término puede prestarse a confusión. Si usamos la definición
marxista, las clases se definen por la relación con sus instrumentos y
medios de producción. En ese sentido los intelectuales no son una clase.
Sin embargo, creo que constituyen un grupo social definido y con
características muy precisas. Fueron intelectuales los mandarines de
China, por ejemplo; asimismo, los clérigos de Europa en la Edad Media,
los humanistas del Renacimiento y los filósofos del siglo XVIII en
Francia, Inglaterra y Alemania. De modo que podemos usar el término de
“clase” intelectual, con un poco de escepticismo quizá, para referirnos a
un grupo con intereses y actitudes propias.
Ahora bien, no voy a ocuparme aquí de
las obras de los intelectuales, aunque algunas sean muy notables. Si
México ha destacado en algo, ha sido en sus grandes creaciones poéticas y
artísticas. Se trata de algo pocas veces reconocido: la poesía mexicana
tiene una tradición muy amplia y precisa, desde la época precolombina
hasta nuestros días. Tampoco me detendré en la obra de nuestros
pensadores, algunas también notables. En cambio, me referiré a la acción
histórica de ambos, es decir, a las actitudes de los intelectuales
mexicanos hacia la modernidad, época que inicia a finales del siglo
XVIII. Dicho temple intelectual y moral es importante en relación con
una preocupación decisiva en México y, me atrevería a decir, de la
historia de todos los pueblos hispánicos. En efecto, lo mismo en América
que en Europa, el tema central es la modernización: cómo podemos llegar
a ser modernos. En nuestros países esta modernización estuvo y está
identificada con el problema de la democracia. Desde fines del siglo
XVIII y lo mismo en España que en México o Argentina, cómo ser
democráticos quiere decir cómo ser modernos. En general, hemos entendido
la modernidad como democracia republicana: encontramos en ella una
forma de legitimidad histórica distinta de la que nos rigió durante la
monarquía. Naturalmente, la modernidad se distingue entre nosotros por
este afán, diríamos, de democracia política y social. Por su parte, el
tema de la Independencia, esencial en la modernización de México y
América Latina, está ligado al del nacionalismo, preocupación que
compartieron liberales y conservadores.
La modernización como tema apareció en
el mundo hispánico en el momento en que las elites peninsulares
descubrieron sus rezagos. España había constituido un enorme poder
europeo en los siglos XVI y XVII y, en ciertos aspectos, fue también un
gran centro de cultura. Sin embargo, a mediados del XVIII advierte que
no sólo se ha quedado atrás sino que se ha convertido en esa tierra
pintoresca que los europeos ven como un rincón de Europa, lugar de la
superstición y los privilegios injustos. Estamos hablando de la época de
la Ilustración, es decir, del comienzo de la modernidad en todo el
mundo. Un período también que verá aparecer a cierto tipo de gobernante
que, con sus variantes, se repetirá en la periferia: el déspota
ilustrado (Catalina de Rusia, Federico de Prusia). España, por su parte,
tuvo a Carlos III, un déspota poco despótico y muy ilustrado. Con él se
inicia la reforma mediante una crítica de la Iglesia y llevando las
ideas de la Ilustración a España. Ahora bien, hay dos características
aquí que debemos señalar. En primer lugar, no se trata de una ideología
nacida en la Península sino adoptada de Francia –y de influencia inglesa
también–. En segundo lugar, se trató de un modelo destinado a operar
desde arriba, con el respaldo de la monarquía, de sus ministros e
intelectuales. No pretendo examinar la historia de España, sin embargo,
es necesario destacar que las tentativas de la Ilustración apenas si se
realizaron. La España de entonces no logró modernizarse por varias
circunstancias históricas; entre ellas, hubo un cambio de monarquía y,
después, sobrevino la invasión napoleónica. Todo el siglo XIX será así
una lucha por la modernización y sólo hasta ahora, en la segunda mitad
del siglo XX, los españoles son el primer pueblo hispánico moderno.
Ahora quisiera referirme exclusivamente
al caso de la modernización en México partiendo de la clase intelectual
porque sus primeros agentes –como en cualquier parte– fueron los
intelectuales. Si pensamos en la cultura en los siglos XVI, XVII y
XVIII, encontraremos que la mayoría de los intelectuales mexicanos en
esa época eran clérigos. Formaban parte de la Iglesia sor Juana Inés de
la Cruz y Sigüenza y Góngora, los jesuitas o Motolinía. Son una clase
clerical inserta dentro del sistema cerrado de una ortodoxia. Un mundo
donde la verdad última es la revelación justificada por una filosofía:
la escolástica, y una sociedad en donde los temas filosóficos,
artísticos y políticos están integrados a una totalidad. No hay artista
puro: el artista es un religioso también. Sor Juana escribe comedias,
poemas de amor y autos sacramentales. Y el de ella es un ejemplo que
puede ilustrar a toda la inteligencia novohispana. Así, durante el siglo
XVIII existía en Nueva España un grupo de latinistas pertenecientes en
su mayoría a la compañía de Jesús. Formaban parte de una Iglesia
identificada con la monarquía, con un imperio a la defensiva ante las
amenazas de la modernidad representada por las potencias rivales,
Holanda, Francia, etc. Entre ellos el espíritu de cruzada resultaba
fundamental. Son combatientes y defensores de la verdad, con carácter de
guerreros intelectuales. Por un lado constituyen una inmensa burocracia
establecida, asimismo, representan a una burocracia combatiente aunque a
la defensiva. En efecto, la Iglesia y sus clérigos en Nueva España
fueron una inmensa fortaleza intelectual y política contra los asaltos
de la modernidad, con méritos enormes en el campo del arte y el
pensamiento puro, pero cerrada a la historia.
El continente europeo estaba viviendo un
fenómeno que apenas si toca a España, el de la Reforma protestante,
movimiento de emancipación y crítica religiosa. Del mismo modo, se
llevaba a cabo una gran revolución intelectual durante los siglos XVII y
XVIII. En España no hubo ningún Descartes, ningún Newton; en cambio,
tuvo grandes teólogos y poetas. Este fenómeno es determinante porque
Europa experimentaba entonces la única revolución verdaderamente
cultural moderna –expresión bastante tonta que emplearemos por
comodidad–, una revolución que cambió no sólo las ideas sino la moral,
las costumbres de la gente. Usualmente reparamos en la crítica de las
instituciones efectuada por Voltaire o el examen de las certidumbres
filosóficas de Hume, pero en esa época se dio también una crítica de las
pasiones. El siglo XVIII tiene así dos grandes palabras que lo definen:
Razón (los hombres son racionales, las verdades de la razón son
eternas) y Pasión (las pasiones son particulares, pero también
subversivas y revolucionarias). De modo que a lado de Hume y los grandes
filósofos de la Ilustración, habría que hablar también de los
novelistas, de aquellos que descubren las pasiones humanas y, entre
éstas, a la más devastadora: el erotismo, la sexualidad. Hablamos de
Laclos o del Marqués de Sade, por ejemplo. Todo esto significó un cambio
de la sensibilidad y la conducta de la gente, la pluralidad de pasiones
frente a la universalidad de la Razón. La diversidad de las opiniones
produjo por su parte un fenómeno único, el de una sociedad tolerante. Y
si la Ilustración no nació en España sino que fue adoptada de Francia,
según hemos visto, lo mismo pasó en otras partes: ni en España ni entre
nosotros sucedió esta revolución de la intimidad.
La modernización en México comienza con
los jesuitas. Fueron ellos los educadores de la aristocracia criolla
mexicana y, asimismo, los primeros en darle forma a lo que conocemos
como nacionalismo mexicano. Su actitud frente a la Ilustración siempre
fue ambigua e inmediatamente chocaron con las autoridades españolas
ilustradas, es decir, con los ministros e intelectuales de Carlos III.
La expulsión de los jesuitas es un capítulo decisivo en nuestra historia
intelectual porque significó que la aristocracia mexicana, y con ellos
la clase intelectual, dejará de tener maestros y se hará a sí misma. Sin
embargo, el triunfo de los liberales en la Península fue el que
precipitó la Independencia de México. Y al otro día de la Independencia
se consuma en México la adopción de una república democrática a
imitación de Estados Unidos pero, sobretodo, se desata una lucha entre
dos bandos: liberales (más bien partidarios de los americanos) contra
conservadores (afines a las tradiciones europeas). Esta disputa se
prolongará a lo largo de todo el siglo XIX como una lucha determinada
por los dilemas de la modernidad. Mientras que los liberales impulsan
una acción rápida, los conservadores se inclinan por un cambio
paulatino; estos defienden las tradiciones hispánicas, aquellos las
atacan en nombre de una tabla rasa sobre el pasado. Sin embargo, a ambos
los une la intolerancia, su incapacidad para dialogar. Se trata de
partidos cerrados y con ideologías totales cuyos enfrentamientos
desconocen la lucha democrática, dando lugar así a la guerra civil.
En esta guerra los contendientes
acudieron al apoyo extranjero, en especial los conservadores (recordemos
el capítulo de Maximiliano), aunque también los liberales buscaron el
respaldo de Estados Unidos. Sin embargo, nada se resolvió en términos
democráticos y no fue sino la fortuna de las armas la que decidió la
victoria. Nunca fue más exacta la expresión de los clásicos latinos
cuando se refieren a la Fortuna, el accidente. En el caso de esta guerra
–como todas, siempre azarosa y nunca racional– vencieron los liberales.
Un triunfo que desde 1860 y hasta nuestros días, suprimió al partido
conservador. Entre los grandes vacíos políticos de México se encuentra
la ausencia de un partido de esta naturaleza. Realidad grave porque es
mutilar a un país de una parte de su tradición. Lo puedo decir con toda
honradez porque no soy conservador.
La victoria de los liberales se
transformó en el triunfo de lo que Freud llamaría el principio de
realidad. En lugar de una democracia, arribamos a la dictadura de
Porfirio Díaz. Se ha hablado mucho de ésta como de un régimen
conservador pero el término es inexacto. Se trató más bien de un
despotismo liberal ilustrado, versión mestiza de su antecedente europeo.
Los liberales siempre fueron federalistas, a imitación de Estados
Unidos, sin embargo, cuando accedieron al poder reafirmaron el
centralismo y, en vez de una alternancia, México vivió aquella
dictadura. Por lo que toca al terreno del pensamiento, el liberalismo de
la Ilustración –corriente oficial del régimen– fue sustituido por la
filosofía seudo científica del positivismo. Dejamos de adorar a Voltaire
y Rousseau ante las efigies de Comte y Herbert Spencer. Suplantada así
la Razón, veneramos al telégrafo y al microscopio con un cientismo
teñido de gusto absolutista. La clase intelectual mexicana había
cambiado de ideas sin renunciar a sus actitudes ni a su forma psíquica
más profunda.
Naturalmente, hubo excepciones: Lucas
Alamán entre los conservadores y, entre los liberales, el doctor Mora.
Si el positivismo como ideología no se adecuaba a la situación nacional,
es innegable también que Bulnes y Justo Sierra trataron de adaptarlo
para entender la realidad mexicana y su historia. Pero, repito, se trata
de ejemplos aislados. La realidad es que nuestros intelectuales fueron
herederos de una vieja clase teológica, enamorados de las explicaciones
globales en lugar de observar nuestras particularidades. Esta disparidad
entre ideas modernas y actitudes premodernas delata una escisión
psíquica, una característica de lo latinoamericano aún no estudiada.
Imagino que el problema se encuentra dentro de la constitución de las
formas sociales. Cuando éstas no cambian, apenas si importa que muden de
ideas. La forma social más profunda es la familia en la medida que las
ideas de autoridad, propiedad, moral, respeto y actitud frente a los
otros, nacen en ella. Es posible que allí se ubique la razón de la
disparidad entre la filosofía de la clase intelectual mexicana y sus
actitudes: una psiquis premoderna incrustada en una ideología moderna.
¿Cómo se puede modernizar a una nación si los responsables no son
enteramente modernos? Esta es la pregunta que me hago sin cesar desde
hace muchos años.
Al final del porfiriato la clase
intelectual se encontraba totalmente integrada al régimen, con
excepciones entre los jóvenes. No obstante, la dictadura porfirista era
ya un régimen inamovible y estalla la Revolución, episodio en el que la
mayoría de los intelectuales no participó. Se trató más bien de un
levantamiento espontáneo y popular, es decir, de campesinos y rancheros
con la participación de algunos grupos obreros organizados por sus
líderes (de un modo o de otro, la clase obrera siempre fue mediatizada
por los políticos). Lo interesante es que se pueden contar con los dedos
de la mano a aquellos intelectuales de primer orden que fueron
revolucionarios: Vasconcelos, Martín Luis Guzmán y otros tres o cuatro
más. El resto de las luminarias se mantuvo al margen. Con la Revolución
se desató el caos y, en ese gran caos, el país se buscó y encontró a sí
mismo. Uno de los rasgos interesantes en ese momento fue ver cómo los
intelectuales del viejo régimen acudieron al llamado de la Revolución
–excepto los muy comprometidos con Huerta o con otros episodios
conservadores–. La mayoría regresó al gobierno y formó parte, por
ejemplo, de la alta diplomacia, de hacienda y educación. Vale recordar
que en ésta hubo un ministro de genio intelectual: Vasconcelos. Fue él
quien dio inicio a un gran movimiento cultural, creando a una clase
intelectual mexicana nueva, también profundamente integrada al Estado.
Dicho fenómeno de asimilación se aceleró
en la mitad del siglo XX, cuando el régimen revolucionario pasó del
dominio de los caudillos militares al de los presidentes civiles gracias
a una creación política útil en su origen pero que ahora resulta
nociva: el partido hegemónico, PRI. La clase de intelectual integrado a
la burocracia política ha sido gente de cultura moderna, técnicos en
materias quizá dudosas como la sociología o la economía. Por mi parte,
prefiero las disciplinas humanísticas, francamente no ciencias o que
colindan con éstas sólo en algunos aspectos, como la historia; o bien
disciplinas con intención científica pero conscientes de sus
limitaciones, como la antropología. Las ciencias que tratan de dar
explicaciones globales como la sociología me dan terror, especialmente
cuando veo que fueron fundadas por el gran Augusto Comte, aquél que
inventó la religión de la humanidad y otras peligrosas quimeras. Esta
clase de intelectual, decía, ha sido fundamental en la modernización de
la cultura de México y le debemos muchas cosas positivas. Sin embargo,
debemos aceptar que no fue democrática: interesada en resolver los
problemas sociales, siempre quiso actuar desde el poder. De alguna
manera y en su gran mayoría, pensaban que los problemas sociales se
resolverían por decreto, desde el poder o a través de la educación.
Reproducían así el despotismo ilustrado de Carlos III: una actitud
intelectual desconfiada de lo particular y con una gran esperanza en la
acción filantrópica realizada desde arriba.
En suma, los intelectuales no sólo se
convirtieron en colaboradores del Estado sino en una suerte de
consejeros de los nuevos príncipes. Una minoría de ellos ha sido radical
y revolucionaria; influida por el marxismo, cree en la acción violenta y
organizada. Un grupo no democrático que colaboró con el gobierno en la
época de Lombardo Toledano, por ejemplo. En otros casos, este tipo de
intelectuales se ha mantenido independiente del Estado pero no de sus
modelos internacionales. Casi todos fueron profundamente estalinistas y,
posteriormente, admiradores de Castro y de los peores aspectos del
castrismo. Otro fenómeno mencionado antes se acentúa aún más por estas
fechas. No hay en México una ideología conservadora, dijimos, aunque sí
intereses conservadores. Subrayo que no estoy hablando de estos sino de
una ideología. Por otro lado y refiriéndonos a su contraparte, si han
existido intelectuales liberales en estas fechas han sido siempre una
excepción. Liberales en el viejo sentido, no en el moderno de Estados
Unidos porque, creo, los liberales de este país en realidad son
social-demócratas. Hablo de intelectuales como Cosío Villegas y otros
que no mencionaré porque están cerca de mí –y yo soy uno de ellos.
Entre todos los grandes problemas
modernos de México, uno esencial es el de la demografía, el crecimiento
excesivo de la población. No hay ningún estudio al respecto por parte de
nuestra clase intelectual surgida de la revolución. Quizá les pareció
que el tema no era moderno: ya Marx lo había descrito. O bien los
rezagos del patrimonialismo, es decir, de la corrupción. Tema no
simplemente moral –no es que haya sólo en México, en todos lados hay
corrupción– sino que nace de una realidad social concreta. El
patrimonialismo ha sido estudiado por Maquiavelo y, después, por Marx
Weber, pero sería inútil buscar un buen trabajo de nuestros
intelectuales acerca del tema. O bien el asunto de la burocracia
política. Somos unos cuántos heterodoxos los que insistimos en señalar
cómo el problema –fenómeno universal ciertamente– en México adquiere
características especiales ya que la imbricación entre burocracia y
poder político es más profunda, al grado de que se puede hablar de una
clase política-burocrática. Tampoco se habla del centralismo, tema
fundamental también. La ciudad de México es un monstruo, pero ¿por qué?
No ha sido por un accidente demográfico, sino por uno de tipo político.
Ha florecido porque es el espejo del centralismo mexicano, que viene
desde la época precolombina. Habría que replantear entonces la necesidad
de un examen del centralismo, similar al que en su momento hicieron
liberales como Juárez. Lo fundamental hubiera sido una crítica del
centralismo mexicano para volver al federalismo, pero nadie lo hizo… La
contribución de esta clase a la crítica es poca. En cambio, si pensamos
en sus actividades del tipo constructivo, en la educación, en la
legislación, etc., sus aportaciones son inmensas. Esto ha sido
profundamente positivo, aunque integrado siempre al sistema y nunca
crítico. Cuando lo han intentado no ha sido de modo concreto sino
utilizando ideas generales. La crítica ha sido siempre ideológica, nunca
práctica.
En los últimos años, la crisis económica
de México ha mostrado la realidad de nuestro país. Se trata de un
problema financiero, económico pero, sobretodo, político y moral.
Resulta evidente que parte de los errores cometidos en el pasado (por
dar ejemplos: la corrupción o el gusto por la planificación excesiva, el
espejismo frente a la bonanza petrolera), se debe a la falta de
controles políticos. En este sentido, es innegable que el Estado en
México no tiene la necesaria división de poderes: no existe la
influencia de una prensa más crítica y menos ideológica; no hay un poder
legislativo autónomo y, finalmente, carecemos de una auténtica
democracia. El camino de la modernización –no estaban equivocados los
revolucionados del siglo XVIII, los liberales del siglo XIX o Madero–,
pasa por la reforma política y ésta por la democracia. Sin ella no puede
haber reforma económica ni social.
Por supuesto, el régimen no lo hará
solo. Y no lo hará porque ninguno en la historia lo ha hecho así. Para
reformularse, las clases gobernantes cambian obligadas por la violencia o
por las circunstancias. Yo soy de los que creen en los cambios
graduales y pacíficos. Por eso hablo: creo en la palabra. Las
modificaciones graduales y pacíficas no se consiguen sin la clase
intelectual. No porque ésta sea dueña del poder de cambiar algo sino
porque ejerce una capacidad de persuasión que no tienen otras clases. De
allí que sea fundamental un cambio en la conciencia. Si observamos la
actitud de muchos grupos radicales en México, no ha sido sino hasta
ahora que aceptan la necesidad de la democracia. La clase intelectual
mexicana debe efectuar una autocrítica de su pasado y de sus actitudes
más recientes: repudio de sus idolatrías ideológicas, aprendizaje de la
tolerancia. Asimismo, es indispensable un examen de nuestra idea de
modernización, una crítica orgánica e inspirada en lo popular.
Hace poco México vivió un fenómeno atroz
y al mismo tiempo (si puede decirse) maravilloso. Cuando ocurrió el
terremoto yo estaba allí y me impresionó advertir cómo en las
catástrofes producto del azar nos volvemos cómplices de éste. Los
edificios nuevos se desplomaron, no los antiguos. De algún modo la raíz
del terremoto no fue sólo geológica ni natural, sino también moral,
política e histórica. Junto con ello observamos la reacción de la gente:
se organizó de forma espontánea y trabajó dando una lección de lo que
es una verdadera democracia. Ahora bien, la palabra democracia se ha
usado tanto que a veces resulta fastidiosa. Más antigua es la palabra
fraternidad, hermandad entre los hombres. Todos se reunieron y pusieron
de acuerdo: levantaron a sus muertos y rescataron a los vivos mediante
una acción colectiva espontánea. Desde sus orígenes, es cierto, la
humanidad ha tenido que enfrentarse a la naturaleza, nuestra madre y
nuestra madrastra. Pero debo decir que en esta ocasión advertí una
ancestral reacción popular: descubrí la fraternidad inserta en la
tradición mexicana.
Cuando regresé a México en los años setenta, mis amigos y yo fundamos Plural.
Una revista literaria porque nosotros no somos políticos, somos
escritores que no creen que la escritura deba estar al servicio de nada.
Sin embargo, entendemos que quienes escriben tienen la necesidad de
decir lo que piensan sobre la realidad política. De allí que la hayamos
nombrado Plural: visión pluralista y particular, diversidad
frente a una visión homogénea de la sociedad. No hay verdades
universales, hay verdades parciales y particulares. Esa publicación
desapareció y nos refugiamos en Vuelta, revista literaria independiente en donde también publicamos artículos de políticos. Vuelta
da la tónica de lo que quisiera en la clase intelectual mexicana,
pluralista y tolerante con los otros: segunda vuelta capaz de volver y
recoger la tradición. El camino de la modernidad pasa por la reconquista
de esta tradición.
http://www.literalmagazine.com/bilingual/austin-talk-writers-and-artists-in-the-history-of-mexico/