Conversación con Günter Grass
Juan Villoro
“Para conocer a un escritor de talento, lo mejor es que lo entreviste otro escritor de talento”, decía Norman Mailer. Tal es el caso de Emmanuel Carballo con sus entrevistas a los escritores del Ateneo; la que le hizo Vargas Llosa a Cortázar, Fernando del Paso a Arreola, o Elena Poniatowska a tantos otros que sería exhaustivo mencionarlos. Es lo que sucede con Juan Villoro en la presente entrevista con Günter Grass, publicada inicialmente en su libro Los once de la tribu.
¿Cómo eres cuando no te inventas?
Diario de un caracol
En las hortalizas de Prusia, entre nabos y ruibarbos, suelen aparecer bombas de la Segunda Guerra Mundial; algunas aún conservan su carga detonante y aplazan su daño para el momento en que un desprevenido las toque con su azada. En 1959 Alemania se sacudió con una de esas explosiones a destiempo, producida no por un misil de la antigua guerra, sino por un novelista de 32 años. En plena era del trabajo y el confort, mientras los alemanes perfeccionaban el motor de inyección y la aspirina, el pequeño Oscar Matzerath tocó un tambor de hojalata.
La prosa alemana —llena de neologismos “vitricidas”— resurgía con extraño vigor, pero no todos quisieron mirarse en el espejo de lo grotesco que Grass les ponía enfrente. Contra la decisión de los críticos, el senado de Bremen impidió que El tambor de hojalata obtuviera el premio literario de la ciudad; como es de suponerse, el escándalo sirvió para atizar el fuego: en 1959 se vendieron 500 mil ejemplares del libro, y el 16 de octubre de 1961 Artur Lundkvist escribió en el Stockholms Tidningen: “Al fin la literatura de la posguerra alemana tiene a su joven león”.
Un poco antes de la publicación de El tambor de hojalata, en el ensayo “El milagro vacío”, George Steiner había vinculado la suerte del idioma alemán a la del nazismo: con Hitler moría la lengua que le sirvió de instrumento; al leer la trilogía de Danzig (El tambor de hojalata, El gato y el ratón, 1961, y Años de perro, 1963), Steiner modificó su opinión: el lenguaje vejado por la propaganda encontraba su antídoto y su parodia en Günter Grass.
Günter Grass
© Politiken.dk
El tambor de hojalata invierte de manera impar las reglas del Bildungsroman, o novela de aprendizaje; el protagonista decide suspender su crecimiento y contemplar el mundo al nivel de las rodillas de los adultos. Con un punto de vista inalterable y limitado, Grass construye una épica al revés: una historia de deformaciones adquiere el monstruoso testigo que le corresponde.
A pesar de todas sus escenas de oprobio (la mujer que devora pescados hasta encontrar una muerte nauseabunda, la muchacha violada por los soldados soviéticos, el tendero que se traga un broche con una insignia acusatoria), El tambor de hojalata es una novela llena de humor y compasión por quienes encuentran imaginativas maneras de sustraerse al caos (el cocinero que sabe transformar sus sentimientos en sopas, el gigante tatuado que tiene un cuento para cada dibujo en su piel, el juguetero que construye los tambores).
Günter Grass nació en la ciudad libre de Danzig en 1927, bajo el signo de Libra (“somos grandes mentirosos”, comentó en una reunión donde predominaba la Balanza). A los 16 años recibió un uniforme del ejército del Reich y a los 17 fue herido en el frente de batalla (el día del cumpleaños de Hitler, según le gusta precisar). Al término de la guerra trabajó en una mina de potasa (los recuerdos de la excavación mineral se mezclarían con las dolorosas visitas al dentista en su novela Anestesia local, de 1969).
Su primera incursión literaria no causó mucho ruido; los poemas de Las ventajas de las gallinas de viento (1956) celebran las cosas pequeñas: la estufa de gas, las sillas plegadizas, la música al aire libre, las gallinas “innumerables y en aumento”, la pelota elevada que un portero espera atrapar en un estadio nocturno.
Como dramaturgo tampoco ha tenido especial resonancia; sin embargo, el estreno en 1966 de su quinta, y hasta ahora última obra, desató una encarnizada polémica. Aunque el teatro alemán de la época tenía una elevada temperatura política, casi siempre se concentraba en temas que ya gozaban de consenso crítico (el antisemitismo en la Andorra de Max Frisch, el espionaje nuclear en Los físicos de Friedrich Dürrenmatt o los crímenes de los torturadores de Auschwitz en La indagación de Peter Weiss). Grass tocó una herida más reciente (el levantamiento obrero de 1953 y la ambigua postura de un dramaturgo muy parecido a Brecht) y recibió dardos envenenados con dogmas de izquierda y de derecha.
A partir de los años setenta el exiliado de Danzig buscó formas más directas de acción política; apoyó la campaña de Willy Brandt y escribió un libro donde la ficción, el diario íntimo y el testimonio político se mezclan con una disertación sobre la Melancolía de Durero: Diario de un caracol (1972).
En 1977, en el prefacio a su antología German Poetry. 1910-1975, Michael Hamburger señaló que en los años sesenta la saturación política de la cultura alemana había limitado “incluso a poetas tan imaginativos y con un sentido tan idiosincrásico del idioma como Günter Grass”.
Dos años más tarde, Grass respondió a sus críticos más exigentes con la novela breve Encuentro en Telgte, que trata de una reunión de escritores durante la guerra de treinta años. El libro puede ser visto como un espejo distante del Grupo 47 (los poetas fundan una nueva lengua en la hora cero de la posguerra), un cuadro de Bruegel en movimiento o un homenaje al organista y compositor Schütz, quien “a pesar de la firmeza con la que creía en su Dios y la lealtad que había demostrado a su príncipe... se sometía únicamente a su propio código”.
Como Schütz, Grass no cree en otras ideas que las propias y acepta con gusto la definición de radical: “Hay que recordar que el término viene de radix, raíz” (y al decir esto sus manos se contraen como si extrajeran un tubérculo). Para desvelo de las ortodoxias, ha hecho de la búsqueda de raíces una postura ética, y rara vez coincide con las ideologías en curso: El tambor de hojalata estuvo prohibido en la República Democrática Alemana hasta mediados de la década de los ochenta y la prensa conservadora de Occidente recibió Diario de un caracolcomo la obra de un socialista emboscado. Los libros de ensayos Aprender la resistencia y Alemania, una unificación insensata, se apartan de las ideas aceptadas que encandilan a la galería; más que el proselitismo, Grass busca la provocación inteligente, el redoble que despierte las conciencias adormiladas. No hay duda de que la “razón de partido” lo tiene sin cuidado: en 1992, cuando el Partido Socialdemócrata se negó a defender el derecho de asilo político, no vaciló en renunciar a una militancia iniciada con la Ostpolitik de Willy Brandt.
Tom Wolfe es una especie de contrafigura de Günter Grass; reserva toda su rebeldía para los signos de puntuación y en política es tan conservador como en ropa —traje blanco con chaleco y polainas en los zapatos—; sin embargo, en su crónica The Intelligent Coed’s Guide to America, Wolfe celebra la mordacidad de Grass para pulverizar el radicalismo chic y el anhelo de persecución de ciertos intelectuales norteamericanos. El hombre que ha servido de amanuense de un caracol suele ser mejor entendido por los artistas que disienten de sus ideas que por los políticos y los sociólogos que creen comulgar con ellas.
Grass se ha amparado en diversos animales para renovar sus puntos de vista narrativos: el rodaballo al centro del fogón o la rata que sobrevive a la hecatombe nuclear. En su novela (o relato, como él prefiere llamarlo) Malos presagios el protagonista habla con la asordinada elocuencia que sólo puede tener alguien que se tragó un sapo. En antiguas fábulas alemanas el sapo es un símbolo de sabiduría; sin embargo, con el tiempo se transformó en un bicho de mal agüero. ¿Qué produjo esta metamorfosis en la imaginación alemana? En los diccionarios modernos,Unkenrufe quiere decir por igual “gritos de sapos” y “malos presagios”. ¿Dejó el sapo de ser una redonda forma del saber? Todo lo contrario: su croar asusta porque el conocimiento se ha vuelto peligroso.
Günter Grass
© NRD.de
Michel Tournier ha escrito que toda nación literaria requiere de sus zonas de exilio, “de una provincia mágica, de una región remota y nimbada de misterio donde pueda proyectar sus sueños y mandar a sus chicos malos. La función que la India desempeñó para Inglaterra, el Lejano Oeste para los Estados Unidos, el Sahara para Francia”. A propósito de Grass, Tournier añade que es el custodio de la provincia secreta de Alemania, Prusia oriental, “engullida por la historia para aurolearse con la leyenda”. Sin embargo, a últimas fechas los sapos prusianos no traen buenas noticias; los bosques negros que durante siglos albergaron la imaginería alemana están a punto de caer, la lluvia ácida es el saldo corrosivo del milagro alemán; las pacíficas cimas de Goethe y las sendas de la madera de Heidegger son una región envenenada.
En 1991 Grass publicó una serie de poemas y dibujos sobre el fin de los bosques europeos. El libro Madera muertaes algo más que una protesta ecológica; la amenaza no sólo se cierne sobre el emblemático abeto de los villancicos navideños sino sobre una provincia de la mente. Grass ha decidido hundir los pies en el barro húmedo de las leyendas alemanas; fuma la pipa canónica de los viejos guardabosques y descree de la tecnología (“todavía no aprendo a manejar un coche”, sonríe bajo su bigote de morsa).
Su línea favorita del himno polaco es: “Polonia no está perdida”. Esta simultánea confesión de orgullo y debilidad lo acompaña desde los tiempos de El tambor de hojalata. En medio del deterioro, se sienta en una piedra y escucha las voces que llegan entre las espesas enramadas. El bosque alemán no está perdido.
Su primera formación fue la de escultor y grabador. ¿En qué momento supo que su vocación estaba más cerca de la literatura?
Siempre quise ser artista pero la idea de ser “escritor” me resultaba demasiado abstracta. En la escuela escribía poemas y prosas breves pero nunca pensé que con ello haría “carrera”. El primer trabajo que tuve fue de escultor; después de la guerra conseguí empleo en una cantera donde se hacían lápidas. ¡De entonces viene mi larga relación con los cementerios! [En El tambor Oscar trabaja puliendo lápidas y en Malos presagios Alexander y Alexandra fundan el Cementerio de la Reconciliación entre alemanes y polacos]. Este trabajo ayudó a que me aceptaran en escuelas de artes plásticas, primero en Düsseldorf y luego en Berlín. En todo este tiempo no dejé de escribir; todavía estudiaba en Berlín cuando publiqué Las ventajas de las gallinas de viento. El equilibro se rompió cuando empecé a escribir textos larguísimos. Las novelas se convirtieron en lo más relevante, al menos para los demás. En el fondo yo sigo sin hacer distinciones entre mis oficios de dibujante, escultor, poeta o novelista.
Antes de El tambor escribió poesía y teatro, ¿qué influencia tuvieron estos géneros en su primera novela?
Un capítulo de El tambor está escrito como pieza teatral y la prosa le debe mucho al ritmo de la poesía. Estas relaciones son continuas; por ejemplo, en 1955 escribí la obra de teatro Inundación, donde unas ratas son los únicos personajes realistas. Muchos años después, en 1984, retomé el tema en la novela La ratesa, pero a su vez la obra de teatro se basaba en el poema “Inundación”, de mi primer libro; lo cual revela que en mi caso la poesía, el teatro y la novela son inseparables.
La escultura también parece tener que ver con sus escritos; me refiero al afán de ver la historia desde muchos puntos de vista, como si se tratara de un cuerpo con relieve.
Sí, mi forma de construir tramas se parece mucho a la escultura. Me gusta ver la novela desde muchos ángulos, como una escultura en proceso. Además, el trabajo de escultor depende mucho de lo fragmentario y algunas de mis novelas, a pesar de su enorme extensión (pienso sobre todo en Años de perro), están construidas a partir de fragmentos, de pasajes con finales abiertos. La escultura tiene ventajas adicionales; cuando termino un libro me da mucho gusto tener otra cosa que hacer; después de cada novela caigo en un agujero en el que no se me ocurre nada y salgo de él gracias a la escultura. Me parece peligroso que un escritor empiece demasiado pronto su siguiente manuscrito, que continúe su trabajo por un imperativo profesional (la necesidad de otro libro) y no por una auténtica necesidad. De este modo han surgido muchos libros hermosamente escritos que por desgracia dicen muy poco. A mí me salva la posibilidad de hacer grabados o esculturas. Sólo vuelvo a escribir cuando no me queda más remedio.
Hace aproximadamente un año leyó en público todo El tambor de hojalata, ¿cómo fue el reencuentro con el libro?
No lo había vuelto a leer entero. A veces leía capítulos sueltos, pero ahora volví a enfrentarme al conjunto. Creo que el libro ha mantenido su frescura. Sin embargo, para mí lo más importante fue recordarme como joven escritor. Más que el libro, veía el proceso y las condiciones en que lo escribí, en un sótano parisino de los años cincuenta. Todo esto volvió a mí con enorme fuerza.
Le gustaría corregir algunos pasajes...
En la relectura me quedó claro que es un libro que sólo pude haber escrito a los veintitantos años. ¡Por suerte no traté de repetirme! Obviamente en algunos pasajes encontré los típicos descuidos del principiante (a veces me costaba demasiado trabajo mantener la distancia con mis personajes), pero estoy en contra de reescribir los libros. Uno debe ser fiel a lo que ha hecho y cambiar hacia adelante. No creo en limpiar los libros treinta años después. Casi siempre acaban perdiendo.
¿Desde el principio supo que el tema de Danzig sería una trilogía?
La verdad es que traté de liberarme de todos mis recuerdos en El tambor, pero en la última versión de la novela me di cuenta de que me quedaba mucho material. El gato y el ratón surgieron de una historia previa, que no me había salido bien y que retomé después de El tambor.
Usted ha dicho que de la trilogía de Danzig prefiere Años de perro.
Sí, pero ¿¡quién le cree al autor!?
En sus obras posteriores parece coincidir más con la crítica.
Sí, de mis novelas de aliento épico El rodaballo me parece la más lograda, y de las obras breves, más juguetonas, prefiero Encuentro en Telgte.
Salman Rushdie ha escrito que usted es producto de un doble exilio: perdió su ciudad natal y las certezas adquiridas durante la educación nacional socialista. De algún modo su obra se funda en una doble migración, en el espacio y en el tiempo: se llevó a Danzig a cuestas y volvió a su pasado para entender lo que no le dijeron sus maestros.
Rushdie y yo tuvimos un diálogo en la televisión; entonces hablamos de los paralelos que hay entre la relación que él tiene con Bombay y la que yo tengo con Danzig. Aunque él es unos veinte años menor, ha pasado por una pérdida semejante. Ambos coincidimos en que el abandono de algo muy querido es un espléndido estímulo para la literatura. De nada se puede escribir con tanta pasión como de lo que se ha perdido para siempre; la literatura surge para compensar una carencia.
Después de la trilogía de Danzig, ¿le costó trabajo ubicar sus historias en Alemania?
Mi obra de teatro Los plebeyos ensayan la rebelión y la novela Anestesia local se desprenden del clima que había en la Alemania de los años sesenta. Después de pasar cuatro años en París (la época en la que escribí El tambor) regresé a Alemania y me sorprendió que el levantamiento obrero de 1953, en Berlín Oriental, se hubiera convertido en un mito. Aquel suceso era objeto de una doble falsificación; las autoridades comunistas hablaban de un intento de “contrarrevolución” y los políticos occidentales de una “rebelión popular”. Ninguna de las dos cosas era cierta. Los obreros que fueron reprimidos en junio de 1953 no contaron con el apoyo de los estudiantes, los intelectuales, la pequeña burguesía ni la Iglesia; no fue un levantamiento popular en sentido amplio sino una revuelta de obreros que casi nadie apoyó. Yo había visto la revuelta, era algo que conocía de primera mano. Fue un levantamiento espontáneo, sin liderazgo definido, donde los obreros actuaron en total aislamiento. Los intelectuales leían poemas y sólo después se interesaron en lo ocurrido. En especial recordé el papel que Brecht jugó en esos días, un papel ambiguo, ciertamente astuto. Brecht no se comprometió con los obreros para no empañar sus relaciones con el poder. Al pensar en esto me dije: “¡Ahí hay un drama alemán!”. Mi obra trata de un dramaturgo que está haciendo una adaptación de Coriolanus, de Shakespeare, mientras los obreros toman las calles; los planos del teatro y de la realidad se mezclan en el “ensayo general” de los “plebeyos”. Pero tampoco se trata de una pieza en clave; aunque usé a Brecht como factor detonante, no me refiero a él en forma explícita. En esencia, Los plebeyos ensayan la rebelión trata de las paradojas que entraña la relación del intelectual con el poder. Pensé que después de la unificación la obra volvería a la cartelera, pero no fue así. Sigue siendo una obra tabú, quizá porque se ocupa de dos falsificaciones, la de los comunistas —que negaron el movimiento como contrarrevolucionario— y la de Occidente —que lo convirtió en un absurdo día de fiesta. En mis viajes por Alemania Oriental solía leer fragmentos de la obra, y a los jóvenes les gustaba mucho porque trata de un trozo de historia que les fue secuestrado.
¿Por qué dejó de escribir teatro?
En Europa, el teatro está dominado por una tendencia preciosista. Hay tal virtuosismo escénico que el texto se ha vuelto un mero pretexto, no es sino un instrumento para que el director realice su proyecto. Yo creo que el director debe atenerse al texto, y en consecuencia no encuentro un socio para trabajar. Impera una tendencia “posmoderna”, ajena al contenido dramático, que pone el acento en el show, todo está permitido, siempre y cuando lleve a un montaje espectacular, lo cual me parece francamente aburrido.
¿Cómo fueron recibidas sus primeras novelas que no trataban de Danzig?
La crítica fue muy reacia a aceptar que yo tocara otros temas. ¡Las mismas personas que me hicieron polvo cuando publiqué la trilogía dijeron que yo sólo era bueno escribiendo de Danzig! Anestesia local es mi respuesta literaria al movimiento estudiantil. Un poco después, en Diario de un caracol, busqué una nueva forma literaria para reflejar el proceso político que vivía Alemania. Fue un nuevo tipo de escritura para mí, y curiosamente este paso adelante me llevó hacia atrás: en Diario de un caracol se coló la historia de la sinagoga de Danzig. También enEl rodaballo vuelvo a Danzig, pero al Danzig de la posguerra, es decir a Gdansk. Ahí me refiero a la gdanskificaciónde la historia. Escribí sobre el movimiento obrero de 1960, que sería el germen de Solidarność. Los autores polacos tenían prohibido escribir del tema, así es que decidí hacerlo yo.
En alguna ocasión dijo que lo que más le atraía de Melville era su “fascinación por los objetos”, ¿podría hablar más de esto?
Moby Dick revela algo esencial en la literatura: la pasión precisa de un hombre. No es un tratado sobre las ballenas pero dice mucho del mundo marino. Melville está obsesionado por una red de objetos. ¡Hay todo un capítulo sobre el color blanco! Esta sabiduría da a la novela una carga excepcional. Por otra parte, el duelo de Ahab con la ballena es un símbolo de toda lucha, de toda dualidad. Aunque se trata de un autor norteamericano, encuentro un vínculo estrecho con las tradiciones europeas, en especial la de la novela picaresca, sólo que en este caso el pícaro es un pez, una ballena que sirve como medida del mundo.
Su pesimismo parece haberse acentuado en los últimos años.
Los hombres de mi generación creímos que en 1945 habíamos tocado fondo. A los 17 años conocí la muerte y supe que era un sobreviviente por casualidad. Mi situación era mucho más difícil de la que puede tener un joven de ahora, vivíamos entre escombros, sin comida, pero al mismo tiempo había una sensación renovadora: podíamos empezar de nuevo. La divisa era “no es posible caer más abajo”. Con el tiempo esta esperanza se fue disolviendo. El 68 fue el último año en que pareció posible cambiar las cosas. Ahora la catástrofe se ha vuelto tan compleja que desafía las nociones canónicas de “esperanza” y “desesperación”.
Sin embargo, hace pocos años, en su epistolario con el escritor checo Pavel Kohout, sostuvo que aún era posible creer en la noción de esperanza, entendida como un mejoramiento progresivo, poco espectacular pero consistente, de las condiciones de vida en las dos Europas.
Ahora el mundo ya no puede ser medido en esos términos. En mis viajes por Asia, y en especial en los seis meses que pasé en Calcuta, he aprendido que la gente que por tercera generación vive en los arrabales está totalmente al margen de la categoría europea de “esperanza”. Ellos simplemente sobreviven, no pueden darse el lujo de planear ni de esperar. Dedican toda su energía—con resultados a veces portentosos— a inventarse una forma de vida. La paradoja es que las catástrofes globales que se nos avecinan (pienso sobre todo en los problemas ecológicos) serán mejor resistidas por la gente de las ciudades perdidas del Tercer Mundo. Es la única entrenada para la catástrofe. En Malos presagios, de un modo algo sarcástico, la única solución positiva llega gracias a un bengalí que crea un sistema de bicicletas para las congestionadas ciudades europeas. Por cierto que aquí en el Zócalo ya vi esas bicicletas de alquiler.
Diario de un caracol es, hasta cierto punto, una lección de paciencia. Los grandes cambios no se hacen de golpe; las superaciones siempre son lentas, graduales; usted comparaba al progreso con un caracol.
¡Pero el caracol ya nos rebasó! Somos mucho más lentos. Entonces dije que el progreso era un caracol como una advertencia a la generación del 68 que quería avanzar a grandes saltos. Ahora estamos persiguiendo al caracol.
En un pasaje de Madera muerta usted pregunta: “¿Qué hacer, ver todo negro o pedirle palabras de consuelo al poeta Handke?”. ¿Qué opina de Peter Handke?
Admiro mucho sus primeros libros, pero no me gusta el tono sacerdotal con el que escribe ahora. Está demasiado dispuesto a celebrarlo todo.
Usted ha tenido suerte con las traducciones, ¿hay algún autor alemán que le parezca intraducible?
No me imagino cómo puede traducirse a Von Kleist. Creó una sintaxis tan personal que resulta imposible imaginar una traducción sin pérdidas.
En Woyzeck de Büchner, cada personaje tiene su propia gramática.
Sí, es otro de los autores que uno difícilmente concibe en otro idioma; se corre el riesgo de que todos los personajes hablen igual.
¿Cómo es visto Thomas Mann en Alemania?
Con enorme respeto, pero es muy poco leído. Creo que hay dos razones para ello: el exilio (muchos jamás le perdonaron que estuviera en una mansión de California mientras había guerra) y la incapacidad alemana para entender la ironía. A mí me pasa un poco lo mismo; el aspecto cómico de mis libros siempre se entiende mejor en el extranjero. Algo semejante pasa con las obras de Jean Paul...
O Lichtenberg.
¡Por supuesto! Su estilo irónico, epigramático, influyó mucho en Las ventajas de las gallinas de viento. Como Mann, se trata de escritores para escritores. Fontane está en la misma lista.
Günter Grass
© Cicero.de
¿Qué opina de las críticas que han recibido escritores de la antigua RDA, como el dramaturgo Heiner Müller o la novelista Christa Wolf, respecto a su colaboración con el Partido y con la Seguridad del Estado? ¿Se trata de una cacería de brujas o de una crítica justificada?
En los últimos tres años he visto con ojos muy críticos el proceso de unificación alemana. Preví el fracaso de esta unificación apresurada y, por desgracia, la realidad me ha dado la razón. En verdad se trató de una anexión comercial: la empresa grande se quedó con la chica. Algunos pensaron que el marco fuerte sería una panacea, pero no se puede unir a dos países a partir de una moneda, y los alemanes occidentales acabaron convertidos en amos coloniales. La situación de los intelectuales debe ser vista en este contexto. Actualmente se pretende ignorar todo lo que tenga que ver con la RDA. Ellos son los perdedores. Sin embargo, por equívoca que haya sido su política, no se pueden borrar de un plumazo 30 años de historia de un país. Antes de los ataques a Christa Wolf y a Heiner Müller ya había un clima hostil, un menosprecio generalizado hacia la literatura de la RDA. Esto se volvió mucho peor cuando se dieron a conocer las actas de la Stasi (Seguridad del Estado). ¡Nunca antes la Stasi tuvo tanto impacto en la sociedad alemana! De golpe, un sistema de espionaje bastante mediocre comprometió la vida de una tercera parte delos habitantes de Alemania Oriental. Fue como abrir una caja de Pandora. Lo que más envenenó el asunto, y lo que a mí me parece una broma macabra, es que en Occidente los papeles de la Stasifueron creídos como artículos de fe. En la RDA nadie les hubiera dado tanta importancia. Se trata de un triunfo póstumo de la represión comunista. Yo tuve la fortuna de crecer en Alemania Occidental y pude decidir mis propios errores. No hay un acta secreta que me inculpe. En todo caso me inculpa mi conducta. Cuando tus actos están a la vista puedes modificarlos, corregirlos. A veces se trata de una libertad de animal de presa, pero no deja de ser una libertad. En cambio, los escritores de mi generación que crecieron en la RDA, como Christa Wolf y Heiner Müller, pasaron de la camisa parda de los nazis a la camisa azul de los pioneros comunistas, de una ideología a otra. Se trata de un episodio particularmente trágico. La propia Christa Wolf habló de esto en su novelaKindheitsmuster. Por lo demás, no creo que deba ponerse en un mismo saco a todos los escritores de la RDA. Para Christa Wolf va a ser mucho más difícil lidiar con las críticas; en cambio, Heiner Müller es un hombre de teatro, un polemista natural, con cierto filón cínico. Ambos son espléndidos escritores, pero Müller está mejor equipado para enfrentarse a lo grotesco, dentro y fuera del teatro.
¿Y los papeles que incriminan a Müller como informante de la Stasi?
Él cometió un error evidente. Hace muy poco publicó una autobiografía en la que no dijo nada de sus contactos con la Stasi. Estoy convencido de que se trató de una relación inocua, como la de tantos ciudadanos de la RDA, pero tenía la obligación de aclararlo. Fue él quien quiso escribir (o dictar, pues el libro está hecho en forma de entrevista) una biografía, y no es posible escamotear un tema tan importante. Aunque Müller no haya dañado a nadie como “informante” es lamentable que haya dejado el tema en manos de sus enemigos.
Las gallinas, el gato, el ratón, el perro, el rodaballo, la rata, el sapo, el caracol son algunos de los muchos animales que le han servido de emblema. ¿Cuál de ellos escogería como símbolo de nuestro siglo?
En La ratesa hablo del animal que nos sobrevivirá. No sé si la rata es el animal que mejor representa a nuestra época, pero en todo caso es el que la heredará.
Leí que en su cuarto de trabajo tiene dos grabados de Goya.
Sí, de la serie de los Caprichos. Son del siglo XIX, de una edición que el Museo del Prado permitió hacer con las placas originales. Ya que lo menciona, creo que mi visión del mundo tiene algo goyesco.
¿También hace esculturas en ese cuarto?
Sí, tengo todo junto, mi mesa de pintor, el púlpito donde escribo de pie, las esculturas en proceso. Necesito caminar mucho mientras escribo; recorro el estudio de un lado a otro, recitando frases en voz alta. No puedo escribir nada si no suena bien, creo mucho en el valor oral de la literatura.
¿Escribe por las mañanas?
Entro a mi estudio a las diez o a las diez y media de la mañana, después de un largo desayuno. Generalmente dibujo durante un rato y luego me pongo a escribir. Hago una pausa para el café y sigo hasta las siete de la noche.
¿Tiene computadora?
¡Soy enemigo de la computadora! Es obvio que en muchas tareas la computadora es una estupenda herramienta, pero no en la literatura. Yo confío mucho en el trabajo artesanal. En un principio tecleaba con dos dedos en la máquina de escribir, pero incluso esto me pareció demasiado maquinal, demasiado veloz. Ahora sólo escribo a mano. La literatura de computadora es una literatura de consumo, en el sentido de que la información entra y sale muy aprisa; la prosa adquiere cierta autonomía y el autor llega demasiado pronto al resultado. Hace falta la caligrafía para imponer otro ritmo. He descubierto libros en los que se nota mucho la computadora.
¿Podría dar algún ejemplo?
No quisiera ofender a nadie, pero me parece obvio que Eco usa computadora. Esto incluso puede afectar a autores extraordinarios. Admiro mucho a García Márquez pero después de leer El general en su laberinto pensé que era una fortuna que hubiera escrito Cien años de soledad sin tener computadora.
¿Qué tan importante es para usted la primera frase? En Encuentro en Telgte, por ejemplo, la frase inicial es casi el programa de la novela: “Ayer será lo que mañana ha sido”.
La primera línea es decisiva. En El rodaballo, por ejemplo, la primera frase alude a la mujer, a la cocina, a los cuentos de hadas, todo el núcleo del libro está ahí.
¿Podría volver a vivir en el extranjero, como en sus años de París?
De poder, sí podría; sin embargo, por los autores alemanes de la emigración sé lo difícil que es perder un idioma. A la distancia, la lengua se puede volver artificiosa. Quizá para los compositores o los pintores sea más fácil irse a otros lados. Yo no puedo prescindir del alemán hablado. Tengo que oírlo. Escribo en una lengua viva, la lengua que escucho afuera de mi casa.
http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/articulo.php?publicacion=789&art=16633&sec=Art%C3%ADculos#subir