lunes, 21 de diciembre de 2009

Un hongo que parece comestible

A LAS PUERTAS DEL BICENTENARIO DE FREDERIC CHOPIN
Mejor centrarse en su música
Salas y discográficas preparan toda clase de homenajes que harán resaltar la grandeza del pianista y compositor. Una grandeza exclusivamente musical: frío, vano, calculador, snob, despreciativo y antisemita, Chopin no dejó grandes recuerdos entre quienes lo conocieron.

Por Jessica Duchen *
Nunca es buena idea juzgar el arte por el carácter del artista, como se hace a menudo en estos días. Y hay pocos ejemplos mejores que Frédéric Chopin. El compositor será el héroe romántico de 2010, año de su bicentenario: las salas de concierto y las compañías discográficas preparan una andanada de eventos de celebración y discos. Pero los aniversarios pueden ser una bendición ambigua para los muertos: si se mira de cerca a cualquier individuo adorado, es muy probable que algo desagradable esté al acecho. No hay dudas de la grandeza del pianista y compositor polaco, pero esa grandeza llegó con un precio muy alto para quienes estuvieron cerca de él o intentaron estarlo.
Es más, Chopin lo sabía. “No es mi culpa si soy como un hongo que parece comestible, pero que si lo probás resulta venenoso”, escribió en 1839. “Sé que no he sido de mucha utilidad para nadie, y de hecho no soy de mucha utilidad para mí mismo.” Era, con seguridad, un genio; era también complicado, frío, vano, calculador, snob, despreciativo, antisemita e hipersensitivo hasta el imposible. Sufrió de tuberculosis la mayor parte de su vida; se ha culpado a la enfermedad que lo mató a los 40 años por su naturaleza pendenciera, pero eso era sólo parte de la historia. Las películas excesivamente románticas muestran a Chopin como una delicada figura que tosía sangre sobre las teclas o como un revolucionario romántico en Varsovia. La enfermedad y el exilio le hicieron ganar justificadas simpatías. Pero dejó Polonia para escapar de una revolución, no para apoyarla. No era un héroe romántico. En vez de eso, el poeta Adam Mickiewicz, cuyo trabajo Chopin admiraba y era, como él, un exiliado polaco, lo llamó “vampiro moral” por su adoración de la aristocracia y por su ambigua actitud hacia la tierra nativa que tanto extrañaba. Eso sin mencionar su relación con la novelista George Sand, con quien vivió nueve años.
La relación entre ellos tuvo muchas alzas y bajas, y mientras Chopin era demasiado frágil como para infligirle algún daño físico a su compañera, su predilección por el preciosismo y el malhumor la abrumaron, dándole forma a una forma de tortura psicológica similar a la de la gota que cae lentamente. Sand se encontró actuando más como una niñera que como una amante. Su exasperación y claustrofobia quedan claras en algunas de sus cartas, en las que refunfuña sobre los celos hipersensitivos de su pareja: “El amor de Chopin por mí es de un carácter exclusivo y celoso. Es un poco fantástico y enfermizo, como él... Me hiere tanto que, a los 40 años, me encuentro forzada a lidiar con el ridículo de tener un amante celoso a mi lado”.
Sand encontró un escape a sus frustraciones en su novela Lucrezia Floriani, que todos los amigos de la pareja interpretaron como un retrato de su relación. El neurótico y malhumorado príncipe Karol, cuya “enfermedad” es más espiritual que física, es un espejo de Chopin, Gradualmente va desgastando a la heroína, que hace una referencia a estar siendo “asesinada con pequeños pinchazos”, hasta colapsar y morir. La pareja finalmente se separó a causa del casamiento de la hija de Sand, Solange, que su madre desaprobaba y Chopin alentaba. La situación explotó de un modo profundamente irracional, con una Sand histérica acusando a Chopin de estar él mismo enamorado de Solange, de 17 años. Pero los amigos que seguían la situación detectaron que las frustraciones de casi una década estaban saliendo al fin a la luz.
Chopin dependía de Sand, cuyos libros vendían muy bien, tanto financiera como emocionalmente. El era una pianista reverenciado, pero odiaba dar conciertos. Cuando acordó dar un recital público en París en 1841, Sand le escribió a su amiga, la cantante Pauline Viardot: “No quiere ningún afiche, no quiere ningún programa, no quiere que haya demasiado público. No quiere que nadie hable de eso. Le teme a tantas cosas que tuve que sugerirle que debería tocar sin velas, o sin público, en un piano mudo”.
Como odiaba tocar, Chopin ganaba dinero mayormente con la enseñanza. Una joven pianista llamada Zofia Rozengardt viajó de Polonia a París expresamente para estudiar con él. Su recuerdo de ese “extraño, incomprensible hombre” no es muy agradable. “No hay manera de imaginar una persona más fría e indiferente a todo lo que lo rodea”, escribió. “Es cortés hasta el exceso, y hay una gran ironía en eso, mucho rencor oculto. Está dotado de ingenio y sentido común, pero a menudo tiene momentos desagradables, salvajes, en los que es malvado e iracundo, cuando rompe sillas y golpea con los pies. Puede ser tan petulante como un niño consentido, amedrentando a sus alumnos y mostrándose sumamente frío con sus amigos. Esos son días de sufrimiento, agotamiento físico y disputas con madame Sand.”
La música de Chopin se benefició con su extrema sensibilidad. Pero, en la vida diaria, esa misma sensibilidad lo convirtió en un hombre desesperadamente autoconsciente del tamaño de su nariz, que rara vez se quitaba los guantes –generalmente blancos o lilas– y que quizás estaba aun más dominado por los nervios que por la enfermedad. Su dandismo, sus exquisitos chalecos, las colgaduras de muselina y los sombreros a la última moda eran parte de una elaborada cáscara detrás de la cual podía esconderse... hasta cierto punto. Su alguna vez amigo y compañero Franz Liszt, pianista y compositor que admiraba a Chopin, se lo tomó con filosofía. “Chopin es todo tristeza”, escribió en una carta de 1834. “Los muebles le salieron algo más caros de lo que pensaba, con lo que ahora vendrá todo un mes de preocupación y nervios.”
En cuanto al antisemitismo, no era nada inusual en el siglo XIX, especialmente en Polonia. Pero sigue siendo una de las características más deprimentes de Chopin. Apostrofando a sus editores como “judíos”, hizo tortuosos juegos para enfrentarlos unos con otros. Tampoco es que le gustaran los alemanes: “Los judíos son judíos y los hunos son los hunos, y ésa es la verdad. ¿Qué puedo hacer? Estoy forzado a lidiar con ellos”, le escribió en 1839 a un amigo que lo estaba ayudando en las negociaciones. “Los Preludios ya fueron vendidos a (el editor) Pleyel, con lo que puede limpiarse el extremo opuesto de su estómago con ellos, si quiere. Pero como son tal banda de judíos, detén todo hasta que vuelva.” El espíritu egoísta y neurótico de Chopin probablemente fue de la mano de la imaginación que produjo su extraordinaria música. Sus trabajos se acercan a la perfección, algo que no puede decirse de su personalidad. Tan cerca del aniversario, habrá que amar su trabajo y descartar todo lo demás.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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