miércoles, 26 de marzo de 2014

Octavio Paz Austin Talk: Writers and Artists in the History of Mexico / Charla de Austin. Escritores y artistas en la historia de México

El tema de los escritores y artistas en la historia de México es demasiado amplio, difícil de abordar en una plática breve. Mi propósito en realidad es mucho más modesto. Me propongo describir algunos rasgos de lo que llamaríamos la clase intelectual en la historia de México. Cuando digo esto me doy cuenta de que el término puede prestarse a confusión. Si usamos la definición marxista, las clases se definen por la relación con sus instrumentos y medios de producción. En ese sentido los intelectuales no son una clase. Sin embargo, creo que constituyen un grupo social definido y con características muy precisas. Fueron intelectuales los mandarines de China, por ejemplo; asimismo, los clérigos de Europa en la Edad Media, los humanistas del Renacimiento y los filósofos del siglo XVIII en Francia, Inglaterra y Alemania. De modo que podemos usar el término de “clase” intelectual, con un poco de escepticismo quizá, para referirnos a un grupo con intereses y actitudes propias.
Ahora bien, no voy a ocuparme aquí de las obras de los intelectuales, aunque algunas sean muy notables. Si México ha destacado en algo, ha sido en sus grandes creaciones poéticas y artísticas. Se trata de algo pocas veces reconocido: la poesía mexicana tiene una tradición muy amplia y precisa, desde la época precolombina hasta nuestros días. Tampoco me detendré en la obra de nuestros pensadores, algunas también notables. En cambio, me referiré a la acción histórica de ambos, es decir, a las actitudes de los intelectuales mexicanos hacia la modernidad, época que inicia a finales del siglo XVIII. Dicho temple intelectual y moral es importante en relación con una preocupación decisiva en México y, me atrevería a decir, de la historia de todos los pueblos hispánicos. En efecto, lo mismo en América que en Europa, el tema central es la modernización: cómo podemos llegar a ser modernos. En nuestros países esta modernización estuvo y está identificada con el problema de la democracia. Desde fines del siglo XVIII y lo mismo en España que en México o Argentina, cómo ser democráticos quiere decir cómo ser modernos. En general, hemos entendido la modernidad como democracia republicana: encontramos en ella una forma de legitimidad histórica distinta de la que nos rigió durante la monarquía. Naturalmente, la modernidad se distingue entre nosotros por este afán, diríamos, de democracia política y social. Por su parte, el tema de la Independencia, esencial en la modernización de México y América Latina, está ligado al del nacionalismo, preocupación que compartieron liberales y conservadores.
La modernización como tema apareció en el mundo hispánico en el momento en que las elites peninsulares descubrieron sus rezagos. España había constituido un enorme poder europeo en los siglos XVI y XVII y, en ciertos aspectos, fue también un gran centro de cultura. Sin embargo, a mediados del XVIII advierte que no sólo se ha quedado atrás sino que se ha convertido en esa tierra pintoresca que los europeos ven como un rincón de Europa, lugar de la superstición y los privilegios injustos. Estamos hablando de la época de la Ilustración, es decir, del comienzo de la modernidad en todo el mundo. Un período también que verá aparecer a cierto tipo de gobernante que, con sus variantes, se repetirá en la periferia: el déspota ilustrado (Catalina de Rusia, Federico de Prusia). España, por su parte, tuvo a Carlos III, un déspota poco despótico y muy ilustrado. Con él se inicia la reforma mediante una crítica de la Iglesia y llevando las ideas de la Ilustración a España. Ahora bien, hay dos características aquí que debemos señalar. En primer lugar, no se trata de una ideología nacida en la Península sino adoptada de Francia –y de influencia inglesa también–. En segundo lugar, se trató de un modelo destinado a operar desde arriba, con el respaldo de la monarquía, de sus ministros e intelectuales. No pretendo examinar la historia de España, sin embargo, es necesario destacar que las tentativas de la Ilustración apenas si se realizaron. La España de entonces no logró modernizarse por varias circunstancias históricas; entre ellas, hubo un cambio de monarquía y, después, sobrevino la invasión napoleónica. Todo el siglo XIX será así una lucha por la modernización y sólo hasta ahora, en la segunda mitad del siglo XX, los españoles son el primer pueblo hispánico moderno.
Ahora quisiera referirme exclusivamente al caso de la modernización en México partiendo de la clase intelectual porque sus primeros agentes –como en cualquier parte– fueron los intelectuales. Si pensamos en la cultura en los siglos XVI, XVII y XVIII, encontraremos que la mayoría de los intelectuales mexicanos en esa época eran clérigos. Formaban parte de la Iglesia sor Juana Inés de la Cruz y Sigüenza y Góngora, los jesuitas o Motolinía. Son una clase clerical inserta dentro del sistema cerrado de una ortodoxia. Un mundo donde la verdad última es la revelación justificada por una filosofía: la escolástica, y una sociedad en donde los temas filosóficos, artísticos y políticos están integrados a una totalidad. No hay artista puro: el artista es un religioso también. Sor Juana escribe comedias, poemas de amor y autos sacramentales. Y el de ella es un ejemplo que puede ilustrar a toda la inteligencia novohispana. Así, durante el siglo XVIII existía en Nueva España un grupo de latinistas pertenecientes en su mayoría a la compañía de Jesús. Formaban parte de una Iglesia identificada con la monarquía, con un imperio a la defensiva ante las amenazas de la modernidad representada por las potencias rivales, Holanda, Francia, etc. Entre ellos el espíritu de cruzada resultaba fundamental. Son combatientes y defensores de la verdad, con carácter de guerreros intelectuales. Por un lado constituyen una inmensa burocracia establecida, asimismo, representan a una burocracia combatiente aunque a la defensiva. En efecto, la Iglesia y sus clérigos en Nueva España fueron una inmensa fortaleza intelectual y política contra los asaltos de la modernidad, con méritos enormes en el campo del arte y el pensamiento puro, pero cerrada a la historia.
El continente europeo estaba viviendo un fenómeno que apenas si toca a España, el de la Reforma protestante, movimiento de emancipación y crítica religiosa. Del mismo modo, se llevaba a cabo una gran revolución intelectual durante los siglos XVII y XVIII. En España no hubo ningún Descartes, ningún Newton; en cambio, tuvo grandes teólogos y poetas. Este fenómeno es determinante porque Europa experimentaba entonces la única revolución verdaderamente cultural moderna –expresión bastante tonta que emplearemos por comodidad–, una revolución que cambió no sólo las ideas sino la moral, las costumbres de la gente. Usualmente reparamos en la crítica de las instituciones efectuada por Voltaire o el examen de las certidumbres filosóficas de Hume, pero en esa época se dio también una crítica de las pasiones. El siglo XVIII tiene así dos grandes palabras que lo definen: Razón (los hombres son racionales, las verdades de la razón son eternas) y Pasión (las pasiones son particulares, pero también subversivas y revolucionarias). De modo que a lado de Hume y los grandes filósofos de la Ilustración, habría que hablar también de los novelistas, de aquellos que descubren las pasiones humanas y, entre éstas, a la más devastadora: el erotismo, la sexualidad. Hablamos de Laclos o del Marqués de Sade, por ejemplo. Todo esto significó un cambio de la sensibilidad y la conducta de la gente, la pluralidad de pasiones frente a la universalidad de la Razón. La diversidad de las opiniones produjo por su parte un fenómeno único, el de una sociedad tolerante. Y si la Ilustración no nació en España sino que fue adoptada de Francia, según hemos visto, lo mismo pasó en otras partes: ni en España ni entre nosotros sucedió esta revolución de la intimidad.
La modernización en México comienza con los jesuitas. Fueron ellos los educadores de la aristocracia criolla mexicana y, asimismo, los primeros en darle forma a lo que conocemos como nacionalismo mexicano. Su actitud frente a la Ilustración siempre fue ambigua e inmediatamente chocaron con las autoridades españolas ilustradas, es decir, con los ministros e intelectuales de Carlos III. La expulsión de los jesuitas es un capítulo decisivo en nuestra historia intelectual porque significó que la aristocracia mexicana, y con ellos la clase intelectual, dejará de tener maestros y se hará a sí misma. Sin embargo, el triunfo de los liberales en la Península fue el que precipitó la Independencia de México. Y al otro día de la Independencia se consuma en México la adopción de una república democrática a imitación de Estados Unidos pero, sobretodo, se desata una lucha entre dos bandos: liberales (más bien partidarios de los americanos) contra conservadores (afines a las tradiciones europeas). Esta disputa se prolongará a lo largo de todo el siglo XIX como una lucha determinada por los dilemas de la modernidad. Mientras que los liberales impulsan una acción rápida, los conservadores se inclinan por un cambio paulatino; estos defienden las tradiciones hispánicas, aquellos las atacan en nombre de una tabla rasa sobre el pasado. Sin embargo, a ambos los une la intolerancia, su incapacidad para dialogar. Se trata de partidos cerrados y con ideologías totales cuyos enfrentamientos desconocen la lucha democrática, dando lugar así a la guerra civil.
En esta guerra los contendientes acudieron al apoyo extranjero, en especial los conservadores (recordemos el capítulo de Maximiliano), aunque también los liberales buscaron el respaldo de Estados Unidos. Sin embargo, nada se resolvió en términos democráticos y no fue sino la fortuna de las armas la que decidió la victoria. Nunca fue más exacta la expresión de los clásicos latinos cuando se refieren a la Fortuna, el accidente. En el caso de esta guerra –como todas, siempre azarosa y nunca racional– vencieron los liberales. Un triunfo que desde 1860 y hasta nuestros días, suprimió al partido conservador. Entre los grandes vacíos políticos de México se encuentra la ausencia de un partido de esta naturaleza. Realidad grave porque es mutilar a un país de una parte de su tradición. Lo puedo decir con toda honradez porque no soy conservador.
La victoria de los liberales se transformó en el triunfo de lo que Freud llamaría el principio de realidad. En lugar de una democracia, arribamos a la dictadura de Porfirio Díaz. Se ha hablado mucho de ésta como de un régimen conservador pero el término es inexacto. Se trató más bien de un despotismo liberal ilustrado, versión mestiza de su antecedente europeo. Los liberales siempre fueron federalistas, a imitación de Estados Unidos, sin embargo, cuando accedieron al poder reafirmaron el centralismo y, en vez de una alternancia, México vivió aquella dictadura. Por lo que toca al terreno del pensamiento, el liberalismo de la Ilustración –corriente oficial del régimen– fue sustituido por la filosofía seudo científica del positivismo. Dejamos de adorar a Voltaire y Rousseau ante las efigies de Comte y Herbert Spencer. Suplantada así la Razón, veneramos al telégrafo y al microscopio con un cientismo teñido de gusto absolutista. La clase intelectual mexicana había cambiado de ideas sin renunciar a sus actitudes ni a su forma psíquica más profunda.
Naturalmente, hubo excepciones: Lucas Alamán entre los conservadores y, entre los liberales, el doctor Mora. Si el positivismo como ideología no se adecuaba a la situación nacional, es innegable también que Bulnes y Justo Sierra trataron de adaptarlo para entender la realidad mexicana y su historia. Pero, repito, se trata de ejemplos aislados. La realidad es que nuestros intelectuales fueron herederos de una vieja clase teológica, enamorados de las explicaciones globales en lugar de observar nuestras particularidades. Esta disparidad entre ideas modernas y actitudes premodernas delata una escisión psíquica, una característica de lo latinoamericano aún no estudiada. Imagino que el problema se encuentra dentro de la constitución de las formas sociales. Cuando éstas no cambian, apenas si importa que muden de ideas. La forma social más profunda es la familia en la medida que las ideas de autoridad, propiedad, moral, respeto y actitud frente a los otros, nacen en ella. Es posible que allí se ubique la razón de la disparidad entre la filosofía de la clase intelectual mexicana y sus actitudes: una psiquis premoderna incrustada en una ideología moderna. ¿Cómo se puede modernizar a una nación si los responsables no son enteramente modernos? Esta es la pregunta que me hago sin cesar desde hace muchos años.
Al final del porfiriato la clase intelectual se encontraba totalmente integrada al régimen, con excepciones entre los jóvenes. No obstante, la dictadura porfirista era ya un régimen inamovible y estalla la Revolución, episodio en el que la mayoría de los intelectuales no participó. Se trató más bien de un levantamiento espontáneo y popular, es decir, de campesinos y rancheros con la participación de algunos grupos obreros organizados por sus líderes (de un modo o de otro, la clase obrera siempre fue mediatizada por los políticos). Lo interesante es que se pueden contar con los dedos de la mano a aquellos intelectuales de primer orden que fueron revolucionarios: Vasconcelos, Martín Luis Guzmán y otros tres o cuatro más. El resto de las luminarias se mantuvo al margen. Con la Revolución se desató el caos y, en ese gran caos, el país se buscó y encontró a sí mismo. Uno de los rasgos interesantes en ese momento fue ver cómo los intelectuales del viejo régimen acudieron al llamado de la Revolución –excepto los muy comprometidos con Huerta o con otros episodios conservadores–. La mayoría regresó al gobierno y formó parte, por ejemplo, de la alta diplomacia, de hacienda y educación. Vale recordar que en ésta hubo un ministro de genio intelectual: Vasconcelos. Fue él quien dio inicio a un gran movimiento cultural, creando a una clase intelectual mexicana nueva, también profundamente integrada al Estado.
Dicho fenómeno de asimilación se aceleró en la mitad del siglo XX, cuando el régimen revolucionario pasó del dominio de los caudillos militares al de los presidentes civiles gracias a una creación política útil en su origen pero que ahora resulta nociva: el partido hegemónico, PRI. La clase de intelectual integrado a la burocracia política ha sido gente de cultura moderna, técnicos en materias quizá dudosas como la sociología o la economía. Por mi parte, prefiero las disciplinas humanísticas, francamente no ciencias o que colindan con éstas sólo en algunos aspectos, como la historia; o bien disciplinas con intención científica pero conscientes de sus limitaciones, como la antropología. Las ciencias que tratan de dar explicaciones globales como la sociología me dan terror, especialmente cuando veo que fueron fundadas por el gran Augusto Comte, aquél que inventó la religión de la humanidad y otras peligrosas quimeras. Esta clase de intelectual, decía, ha sido fundamental en la modernización de la cultura de México y le debemos muchas cosas positivas. Sin embargo, debemos aceptar que no fue democrática: interesada en resolver los problemas sociales, siempre quiso actuar desde el poder. De alguna manera y en su gran mayoría, pensaban que los problemas sociales se resolverían por decreto, desde el poder o a través de la educación. Reproducían así el despotismo ilustrado de Carlos III: una actitud intelectual desconfiada de lo particular y con una gran esperanza en la acción filantrópica realizada desde arriba.
En suma, los intelectuales no sólo se convirtieron en colaboradores del Estado sino en una suerte de consejeros de los nuevos príncipes. Una minoría de ellos ha sido radical y revolucionaria; influida por el marxismo, cree en la acción violenta y organizada. Un grupo no democrático que colaboró con el gobierno en la época de Lombardo Toledano, por ejemplo. En otros casos, este tipo de intelectuales se ha mantenido independiente del Estado pero no de sus modelos internacionales. Casi todos fueron profundamente estalinistas y, posteriormente, admiradores de Castro y de los peores aspectos del castrismo. Otro fenómeno mencionado antes se acentúa aún más por estas fechas. No hay en México una ideología conservadora, dijimos, aunque sí intereses conservadores. Subrayo que no estoy hablando de estos sino de una ideología. Por otro lado y refiriéndonos a su contraparte, si han existido intelectuales liberales en estas fechas han sido siempre una excepción. Liberales en el viejo sentido, no en el moderno de Estados Unidos porque, creo, los liberales de este país en realidad son social-demócratas. Hablo de intelectuales como Cosío Villegas y otros que no mencionaré porque están cerca de mí –y yo soy uno de ellos.
Entre todos los grandes problemas modernos de México, uno esencial es el de la demografía, el crecimiento excesivo de la población. No hay ningún estudio al respecto por parte de nuestra clase intelectual surgida de la revolución. Quizá les pareció que el tema no era moderno: ya Marx lo había descrito. O bien los rezagos del patrimonialismo, es decir, de la corrupción. Tema no simplemente moral –no es que haya sólo en México, en todos lados hay corrupción– sino que nace de una realidad social concreta. El patrimonialismo ha sido estudiado por Maquiavelo y, después, por Marx Weber, pero sería inútil buscar un buen trabajo de nuestros intelectuales acerca del tema. O bien el asunto de la burocracia política. Somos unos cuántos heterodoxos los que insistimos en señalar cómo el problema –fenómeno universal ciertamente– en México adquiere características especiales ya que la imbricación entre burocracia y poder político es más profunda, al grado de que se puede hablar de una clase política-burocrática. Tampoco se habla del centralismo, tema fundamental también. La ciudad de México es un monstruo, pero ¿por qué? No ha sido por un accidente demográfico, sino por uno de tipo político. Ha florecido porque es el espejo del centralismo mexicano, que viene desde la época precolombina. Habría que replantear entonces la necesidad de un examen del centralismo, similar al que en su momento hicieron liberales como Juárez. Lo fundamental hubiera sido una crítica del centralismo mexicano para volver al federalismo, pero nadie lo hizo… La contribución de esta clase a la crítica es poca. En cambio, si pensamos en sus actividades del tipo constructivo, en la educación, en la legislación, etc., sus aportaciones son inmensas. Esto ha sido profundamente positivo, aunque integrado siempre al sistema y nunca crítico. Cuando lo han intentado no ha sido de modo concreto sino utilizando ideas generales. La crítica ha sido siempre ideológica, nunca práctica.
En los últimos años, la crisis económica de México ha mostrado la realidad de nuestro país. Se trata de un problema financiero, económico pero, sobretodo, político y moral. Resulta evidente que parte de los errores cometidos en el pasado (por dar ejemplos: la corrupción o el gusto por la planificación excesiva, el espejismo frente a la bonanza petrolera), se debe a la falta de controles políticos. En este sentido, es innegable que el Estado en México no tiene la necesaria división de poderes: no existe la influencia de una prensa más crítica y menos ideológica; no hay un poder legislativo autónomo y, finalmente, carecemos de una auténtica democracia. El camino de la modernización –no estaban equivocados los revolucionados del siglo XVIII, los liberales del siglo XIX o Madero–, pasa por la reforma política y ésta por la democracia. Sin ella no puede haber reforma económica ni social.
Por supuesto, el régimen no lo hará solo. Y no lo hará porque ninguno en la historia lo ha hecho así. Para reformularse, las clases gobernantes cambian obligadas por la violencia o por las circunstancias. Yo soy de los que creen en los cambios graduales y pacíficos. Por eso hablo: creo en la palabra. Las modificaciones graduales y pacíficas no se consiguen sin la clase intelectual. No porque ésta sea dueña del poder de cambiar algo sino porque ejerce una capacidad de persuasión que no tienen otras clases. De allí que sea fundamental un cambio en la conciencia. Si observamos la actitud de muchos grupos radicales en México, no ha sido sino hasta ahora que aceptan la necesidad de la democracia. La clase intelectual mexicana debe efectuar una autocrítica de su pasado y de sus actitudes más recientes: repudio de sus idolatrías ideológicas, aprendizaje de la tolerancia. Asimismo, es indispensable un examen de nuestra idea de modernización, una crítica orgánica e inspirada en lo popular.
Hace poco México vivió un fenómeno atroz y al mismo tiempo (si puede decirse) maravilloso. Cuando ocurrió el terremoto yo estaba allí y me impresionó advertir cómo en las catástrofes producto del azar nos volvemos cómplices de éste. Los edificios nuevos se desplomaron, no los antiguos. De algún modo la raíz del terremoto no fue sólo geológica ni natural, sino también moral, política e histórica. Junto con ello observamos la reacción de la gente: se organizó de forma espontánea y trabajó dando una lección de lo que es una verdadera democracia. Ahora bien, la palabra democracia se ha usado tanto que a veces resulta fastidiosa. Más antigua es la palabra fraternidad, hermandad entre los hombres. Todos se reunieron y pusieron de acuerdo: levantaron a sus muertos y rescataron a los vivos mediante una acción colectiva espontánea. Desde sus orígenes, es cierto, la humanidad ha tenido que enfrentarse a la naturaleza, nuestra madre y nuestra madrastra. Pero debo decir que en esta ocasión advertí una ancestral reacción popular: descubrí la fraternidad inserta en la tradición mexicana.
Cuando regresé a México en los años setenta, mis amigos y yo fundamos Plural. Una revista literaria porque nosotros no somos políticos, somos escritores que no creen que la escritura deba estar al servicio de nada. Sin embargo, entendemos que quienes escriben tienen la necesidad de decir lo que piensan sobre la realidad política. De allí que la hayamos nombrado Plural: visión pluralista y particular, diversidad frente a una visión homogénea de la sociedad. No hay verdades universales, hay verdades parciales y particulares. Esa publicación desapareció y nos refugiamos en Vuelta, revista literaria independiente en donde también publicamos artículos de políticos. Vuelta da la tónica de lo que quisiera en la clase intelectual mexicana, pluralista y tolerante con los otros: segunda vuelta capaz de volver y recoger la tradición. El camino de la modernidad pasa por la reconquista de esta tradición.


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