martes, 22 de septiembre de 2009

Sinatra y Jobim

by David Gray
September 22, 2009 - Ten years ago on an American tour, while I was relaxing in a luxurious motel — The Red Roof Inn — I heard "Quiet Nights of Quiet Stars" for the first time.
It's taken from the 1967 album Francis Albert Sinatra & Antonio Carlos Jobim. The album, recorded in Hollywood, is a collaboration between two greats of mid-20th-century music.
From the moment you step into "Quiet Night of Quiet Stars," you can't help but gaze in wonder at the glorious architecture of a musical age gone by. It is perfect in its simplicity, the arrangement elegant and the execution faultless.
Sinatra sings his first line and leads us by the hand into a dreamlike scene of starlight and magical stillness. Then the lyric unfolds in a series of meditative haiku, subtly gathering pace, until BANG! With barely more than a minute on the clock, there is a dramatic change of chords and an equally dramatic confession:
"I who was once so lonely,
believing life was only,
a bitter tragic joke,
have found with you,
the meaning of existence, my love."
And we are plunged into the song's innermost heart.
What we are getting from Frank here, it seems to me, is not his usual showmanship, but rather a glimpse of something less commonly seen. This is not Sinatra, big-time entertainer, but someone cracked and vulnerable with doubts and scars. Sinatra the man.
The lyrics he sings describe a moment of bliss. Yet at every turn in the song, there is the sense that it all might disappear at any moment. This is what gives this little song its great power. It's not a description of two souls in the throes of love, but rather the darkness that surrounds them.
The orchestra steers us on effortlessly, Frank repeats his confession and it's over in less than three minutes.
There is real magic here, and it is all so perfectly concise that I don't think I've ever gotten to the end of this song and not wanted to go back for a second listen.
They simply don't make them like this anymore. You must hear this.
You Must Hear This is edited and produced by Ellen Silva and Frannie Kelley. Tom Cole and Kevin Wait produced the mix for All Things Considered.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Enhorabuena

Autor de "Código da Vinci" saca nuevo libro tras 6 años de espera
miércoles 16 de septiembre, 09:42 AM
NUEVA YORK (AP) - La mente de Dan Brown tal vez esté llena de códigos, pero en persona el escritor luce como alguien común y corriente. Como ese individuo sonriente, con cabello claro, un hoyuelo en el mentón, que aparece en la solapa de "El código da Vinci", con un blazer y pantalones deportivos.

Seis años después de publicar ese libro, que generó polémicas en todo el mundo, Brown reaparece para promover una nueva novela, "El símbolo perdido", y reflexiona sobre cómo cambió su vida tras el fenomenal éxito de "El Código da Vinci".
"No me cambiaría por nada en el mundo", expresó. "Un 95% (de todo lo que le ha sucedido) es maravilloso. Hago una vida mucho más multifacética. Mis experiencias son mucho más interesantes, la gente que conozco, las discusiones que tengo".
Random House sacará una primera edición de cinco millones de ejemplares, una cantidad astronómica para cualquier escritor, menos para Brown, cuyo "Código" vendió 40 millones de ejemplares. "El símbolo perdido" encabeza la lista de best-sellers de Amazon.com desde que se anunció la publicación, tan solo con órdenes de compra.
La larga espera, dice, se debió a que es una trama complejísima y le tomó tiempo dominar ciertos temas. El protagonista de "El símbolo...", Rober Langdon, regresa de sus aventuras europeas en "El código...". Lo han llamado a Washington y pronto se ve envuelto en una carrera contra un villano asesino para dar con un código que supuestamente revela un antiguo secreto y abre las puertas a un poder y conocimiento ilimitados.
Igual que "El código...", el nuevo libro, que salió a la venta el martes, es una obra de suspenso, un rompecabezas, un trabajo de investigación y una especie de diario de viaje. Langdon va de la Biblioteca del Congreso a los Archivos Nacionales del Monumento a Washington. Brown hizo un recorrido similar para preparar la novela, viajando siempre en primera clase, y realizó visitas guiadas personales a la Biblioteca del Congreso y otros edificios.
"Nada de esto hubiese pasado de no haber sido por 'El código'", afirma.
El 5% negativo de la fama lo representan la pérdida de la privacidad, que le impide promover el libro en una gira, y la carga que representan las expectativas generadas por el éxito.
Otro factor que demoró la publicación del nuevo libro fue un juicio por violación a los derechos de autor, motivado por la denuncia de los escritores Michael Baigent y Richard Leigh, que lo acusaron de haberse "apropiado" de partes de libros suyos. Brown y Random House fueron absueltos.
"Fue un tropezón, que representó una distracción y generó un desgaste de energía, que no pude enfocar en el libro", señaló Brown. "Lo peor fue que alguien cuestionase mi integridad en público".
Se lo criticó a menudo por "El código da Vinci", especialmente por afirmar que Jesús y María Magdalena concibieron un niño. Los académicos no lo tomaron en serio y las autoridades religiosas se sintieron ofendidas, pero Brown se mantiene firme en sus convicciones y dice que su teoría "tiene más sentido que las cosas que me contaron en la Iglesia".
El nuevo libro gira en torno a los masones, la antigua logia rodeada de un manto de misterio en la cual militaron figuras como George Washington, Teddy Roosevelt y Harry Truman. Brown siente un gran respeto por los masones, especialmente por su política de admitir personas de todas las fes. Pero no le sorprendería si alguien se molesta.
"Se dirán muchas cosas y no todas serán positivas", expresó. "Ya me estoy acostumbrando a eso".
No habla mucho con la prensa, pero su historia es bien conocida, en parte por la minibiografía de 69 páginas que tuvo que preparar para el juicio de Londres.
Nació en 1964 en Exeter, New Hampshire, donde reside aún hoy. Su padre, Richard Brown, fue profesor de matemáticas en la Phillips Academy de Exeter y su madre, Constance Brown, era música.
Disfrutaba con la literatura y se graduó en inglés en el Amherst College, pero decidió que lo que más le gustaba era componer música y se fue a Los Angeles, donde conoció a la mujer con quien se casaría, Blythe Newlon, directora de desarrollo artístico de la Academia Nacional de Compositores de Canciones.
Compiló una lista de "187 hombres que hay que evitar", que publicó en 1995 con el seudónimo de "Danielle Brown". Dos años después, durante una vacación en Tahití, leyó "La conspiración del juicio final", de Sidney Sheldon. Y eso cambió su vida.
"Me atrapó. Leía página tras página y me recordó lo divertido que es leer", escribió Brown en la biografía. "La simpleza de la prosa y lo concreto de la trama hacían que la novela fuese menos pesada que las que leía en la escuela y comencé a pensar que yo podría escribir una novela de suspenso de este tipo algún día".
Debutó en 1998 con "La fortaleza digital" y luego publicó "Deception Point" (novela que le aburrió escribir y que no fue traducida al español), y "Angeles y demonios", en la que hizo su presentación Langdon, el profesor de Harvard que Tom Hanks personificó en las versiones cinematográficas de "El código da Vinci" y "Angeles y demonios".
Al principio vendió pocos libros y hacia el 2001 sobrevivía como podía, encargándose de su propia publicidad y vendiendo ejemplares desde su auto.
Cambió entonces de agente y de editorial (pasando de Simon & Schuster a Doubleday, un brazo de Random House). "El código da Vinci" fue publicado en marzo del 2003 y resultó un éxito inmediato, que estuvo tres años en las listas de los libros más vendidos.
Brown es un hombre rico hoy, pero mantiene los mismos hábitos de trabajo de siempre. Se levanta a las cuatro de la mañana y escribe hasta el mediodía, los siete días de la semana. Se fatiga tanto que a veces no tiene ganas de leer y juega al tenis o va a correr en la playa. "Cartas desde la Tierra", la feroz crítica a la religión de Mark Twain, es uno de los pocos libros que leyó por placer recientemente.
Le encanta hablar de Twain, de los masones, de las pirámides, de la espiritualidad y de los libros electrónicos (que lee, junto con los impresos). Pero le huye a ciertos temas, como la política o su próximo libro.
"El símbolo perdido" no nombra a nadie, pero critica la intolerancia religiosa y los ahogamientos simulados, lo que hace pensar que no le cayó muy bien el gobierno de George W. Bush.
"La gente que leyó el libro me dice que sale en un momento oportuno, como si hubiese sido planeado", comenta. "Y mencionan la llegada de Barack Obama a la presidencia y el cambio de actitud hacia la religión".
Se niega a hablar de Obama.
"Con este libro quiero enviar un mensaje universal y si tomo partido por alguien, se arruina todo", afirma Brown, quien dice haber sufrido una "transformación" mientras trabajaba en "El símbolo perdido".
"Hay realmente dos cosas: La idea de que la ciencia está empezando a demostrar nuestro verdadero potencial y que ese potencial es mucho más grande de lo que pensábamos. Creo que estamos ingresando en una era en la que los prejuicios, en particular el prejuicio de la religión, comenzarán a evaporarse".

martes, 15 de septiembre de 2009

El hombre y el sábado

Para ser ateo, Jorge Luis Borges era buen teólogo, o conocía a cierta estirpe medieval de teólogos. Es bueno recordar de tanto en tanto a un clásico del cuento fantástico.


El evangelio según Marcos

[Cuento. Texto completo]
Jorge Luis Borges


El hecho sucedió en la estancia Los Álamos, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en Los Álamos, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.
El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años.
Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.
A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.
Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a la estancia eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas. Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.
En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Núñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien dónde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado -la palabra, etimológicamente, era justa- por la creciente.
Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie -tal era su nombre genuino- habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.
Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.
Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.
Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños, a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre un tacita para él, que colmaban de azúcar.
El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.
El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era librepensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:
-Sí. Para salvar a todos del infierno.
Gutre le dijo entonces:
-¿Qué es el infierno?
-Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.
-¿Y también se salvaron los que le clavaron los clavos?
-Sí -replicó Espinosa, cuya teología era incierta.
Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija. Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos. Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
-Las aguas están bajas. Ya falta poco.
-Ya falta poco -repitió Gutrel, como un eco.
Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Espinosa entendió lo que le esperaba del otro lado de la puerta. Cuando la abrieron, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.

FIN

De sectas asesinas y conspiraciones varias... un novelista exitoso habla de su oficio

More Symbols, Mysteries In Dan Brown's New Novel
September 15, 2009
Dan Brown's latest work, The Lost Symbol, follows in the trail of the other books that have made the author a super-best-selling novelist.
Though his books tend to focus on complex symbolism and exciting plot twists, Brown likens them to the treasure hunts his math-teacher father arranged for him and his siblings when they were growing up.
"On Christmas morning, when we were little kids, he would create treasure hunts through the house with different limericks or mathematical puzzles that led us to the next clue," Brown tells Robert Siegel. "And so, for me, at a young age, treasure hunts were always exciting."
Success Changes Little
Set in Washington, D.C., and focused on Freemasonry, Brown's new novel continues the tale of Harvard symbologist Robert Langdon, the same character featured in Brown's fourth novel, The Da Vinci Code, and Angels and Demons.
Since it was published in 2003, The Da Vinci Code has sold more than 80 million copies, and both it and Angels and Demons were made into hit films. Despite the success, Brown says, little has changed in the way he approaches his work.
Success Changes Little
Set in Washington, D.C., and focused on Freemasonry, Brown's new novel continues the tale of Harvard symbologist Robert Langdon, the same character featured in Brown's fourth novel, The Da Vinci Code, and Angels and Demons.
Since it was published in 2003, The Da Vinci Code has sold more than 80 million copies, and both it and Angels and Demons were made into hit films. Despite the success, Brown says, little has changed in the way he approaches his work.
"I still get up every morning at 4 a.m. I write seven days a week, including Christmas, and I still face a blank page every morning," Brown says. "My characters don't really care how many books I've sold."
Little changes for Langdon in the new book, either. As in the previous novels, the symbologist lands another attractive and intellectually gifted woman:
"[Langdon is] a blessed man in many ways, I guess," Brown says, laughing. "I love building tension in the novels, and certainly having a female traveling companion, there's always a romantic and sexual tension. Even if it's not on the page, it's implied. ... I love the idea of smart women. I find that very attractive, and obviously Langdon does, too."
Hero As Skeptic
In this book — as in Brown's previous novels — Langdon uncovers esoteric mysteries even as he skeptically dismisses them.
"He's a skeptic, and despite what you may believe, I'm something of a skeptic as well," Brown says. "And I think one of the reasons these books have found a mass appeal is that he's skeptical. He's diving into these conspiracy theories from the standpoint of somebody who doesn't believe them.
"And so you can be an intelligent reader and say, 'Well, I'm sort of interested in this, but I really doubt it's real.' And at every point, Langdon is right there with you, doubting it's real."
His books, Brown says, are also attractive to many readers because they show the world through a different lens.
"They show you something you may think you know about, something like Washington, D.C., or the church or symbols, and you get to see them through the lens of a specialist who has a slightly different take on things," he says.
Freemasons
In The Lost Symbol, Langdon — through Brown — provides a crash course on the number 33, Pythagoras, Genesis, Joseph, Jesus and Islam. The novel is, however, in its essence about the Freemasons, a group that has faced centuries of persecution for its secrets.
Brown says he was sensitive to Masonic sensibilities while writing The Lost Symbol.
"There's a point in the book where Langdon makes the point that misinterpreting people's symbols is often the root of prejudice, and part of what I hoped to do with this book is shed some light, from my perspective, on Masonic symbolism and Masonic ritual," Brown says.
He says he is fascinated by Freemasonry because of its message through the ages.
"We live in a world where people kill each other every day over whose definition of God is correct," Brown says. "And here is a worldwide organization that, at its core, will bring people together from many, many different religions, and ask only that you believe in a god, and they'll all stand in the same room and proclaim their reverence for a god. ... And it seems like a perfect blueprint for universal spirituality."

martes, 1 de septiembre de 2009