Publicado en Radar, 19 de diciembre de 2010
viernes, 7 de enero de 2011
"¿Por qué Kenzaburo Oe es un desconocido en Japón?"
Publicado en Radar, 19 de diciembre de 2010
domingo, 28 de noviembre de 2010
John Banville, novelista
El hombre ilustrado
Después de ganar el Booker Prize con El mar en 2005, John Banville se tomó unas vacaciones bajo el nombre de Benjamin Black, autor de novelas policiales que salió mucho más indemne y contento de la experiencia de lo que podía imaginar a priori. El regreso con Infinitos es espléndido y vital, una novela protagonizada tanto por hombres (uno de ellos agonizante) como por dioses antiguos. En este diálogo que mantuvo con Rodrigo Fresán durante la presentación del libro en Madrid, se pasa revista a estos últimos años del autor irlandés que, atrapado entre Joyce y Beckett, supo llevar adelante su propio camino.
Por Rodrigo Fresán
Hace un tiempo le pregunté a John Banville qué estaba escribiendo. Por entonces, el escritor parecía poseído por su alter ego policial Benjamin Black: uno y dos y tres thrillers veloces y a quemarropa. Pero Banville (antes de la publicación de Elegy for April, otro caso para el patólogo Quirke by Black) acechaba en las sombras y ponía a punto a Infinitos, su primera obra estrictamente banvilleana desde El mar (ganadora de el Booker Prize). “Transcurre a lo largo de un día de verano, en una casa en el campo en la que un anciano en coma agoniza. Su familia se ha reunido para despedirlo y, con ellos, también acuden los dioses junto al lecho del moribundo. Espero, como mínimo, que sea una obra maestra, un éxito de ventas y que me lleve hasta las puertas del Nobel, ja”, me contestó por mail.
Lo que sigue es un fragmento de la transcripción de un diálogo en público en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, mientras Infinitos se presenta ahora en castellano y su autor –ya metido a fondo en su próximo desafío, donde convergerán personajes de novelas anteriores– entra y sale de libros y de librerías.
Una vez me dijiste que una de tus fantasías es entrar en una librería, chasquear los dedos y hacer desaparecer todos tus libros para poder empezar de nuevo.
–Sí, seguro que tú también conoces esa sensación. Odiamos a nuestros hijos, bizcos y desdentados; nos encerramos en una habitación durante uno o dos años haciendo estos objetos y, para cuando los acabamos, los detestamos por completo. Toda mi obra anterior está ahí como testimonio evidente de mi falta de talento, aunque también es cierto –lo he dicho muchas veces– que considero que mi obra es mejor que la de los demás, sólo que no es lo suficientemente buena para mí. Soy de esa clase de perfeccionistas. Y me atormenta no ser capaz de hacerlo bien. Una vez le preguntaron a Iris Murdoch por qué escribía tanto y respondió que pensaba que cada nueva novela la exculparía de todas las anteriores. Yo pienso lo mismo.
Pero al menos sentirás que hay algún tipo de mejora con cada libro... ¿O es sólo otro libro de John Banville?
–Siempre he envidiado a los poetas, que revisan su obra anterior con profundo placer. Tengo amigos que leen poemas que escribieron a los diecisiete, hace cincuenta años, y les encantan. Yo eso lo encuentro muy extraño. Parece que los poetas no mejoran; de hecho, la mayoría empeora. Uno puede hacer poesía excelente de joven, pero no creo que sea el caso de los novelistas. Supongo que uno aprende a usar el lenguaje de un modo más fluido y con más sensibilidad a medida que pasa el tiempo. Pero, por supuesto, nuestras ideas y nuestra ignorancia sobre el mundo son tan densas como siempre. De joven pensaba que cuando envejeciera me volvería más sabio, pero la edad no trae sabiduría, sólo confusión. Aunque a veces la confusión puede resultar interesante. Ahora dejo que en mis libros pase lo que tenga que pasar con mayor frecuencia que en los viejos tiempos; me gusta la idea del azar. Pero, ¿mejoro?
Me pregunto si parte del problema no tendrá que ver con ser un escritor irlandés. En cierta ocasión dijiste que sientes que todos tus antepasados son como “estatuas gigantes de la Isla de Pascua”.
–Sí, es difícil ser un novelista irlandés. Es un país pequeño con un número extraordinario de escritores de una estatura enorme. No parece que tengamos muchos escritores mediocres, sólo maravillosos o realmente horribles. Joyce lo metió todo, Beckett lo sacó todo, y los demás nos movemos en el terreno que dejaron en medio sin saber muy bien qué hacer. Mi amigo Neil Jordan, por ejemplo, decidió dedicarse al cine porque sentía que no podía competir con los escritores del pasado. Por mi parte, he tratado de forjar un nuevo tipo de ficción que es en buena medida un tanto pedestre... Se trata de buscar nuevos modos de avanzar. ¿Por qué sentimos que tenemos que hacerlo? No lo sé. Creo que uno de los peores consejos que se pueden dar es el de Ezra Pound: “Que sea nuevo”. Un buen día, cuando tenía unos cuarenta años, me pregunté: ¿por qué, qué hay de maravilloso en que algo sea nuevo? Lo que valoramos y apreciamos más en el arte es el elemento tradicional que contiene. De manera que me he transformado en un antivanguardista. Es decir, soy el líder de la retroguardia.
Has dicho que el libro que te abrió los ojos como novelista fue Dublineses, de James Joyce, y que, con los años, te has ido acercando mucho más a Beckett. Lo cual me extraña mucho. Sí reconozco en tu escritura una voz sonámbula en primera persona que intenta relatar el universo entero, pero en cuanto a la prosa me parece que estás mucho más cerca de un Proust, por ejemplo, en el aspecto sensorial.
–Sí, hay una distinción muy práctica, de mi propia cosecha, según la cual los escritores irlandeses de ficción pueden tomar dos caminos: el joyceano y el beckettiano, y supongo que en mi caso –en un sentido muy amplio– sigo el camino de Beckett, aunque no soy un escritor como él. Su proyecto era, desde el principio, un asalto al lenguaje, un esfuerzo por negarlo. En cambio, a mí el lenguaje me resulta peligrosamente atractivo. Gozo con él, aunque intento evitarlo.
Acabas de mencionar a Frank Kermode. ¿Qué te parece la crítica literaria? ¿Crees que los escritores tienen algo que aprender de los críticos académicos?
–George Steiner me dijo hace años que los especialistas son los carteros del futuro. Me parece una excelente justificación de su trabajo, pero lo cierto es que no suelo leer obras académicas. No es que no me gusten: es que no son para mí. No puedo leer textos sobre mi propia obra, al igual que no puedo leer mi propia obra. Me sorprendió un día, hace relativamente poco, darme cuenta de que la única persona que no puede leer mis libros soy yo. Porque ya los conozco, y conozco asimismo todas las versiones anteriores, y eso los ensucia. Mientras que para un lector que llega a ellos por primera vez, todo es nuevo. Un buen especialista siempre da la sensación de llegar al libro por primera vez. Por otro lado, quedan muy pocos críticos realmente estimulantes, como Edmund Wilson, personas que estaban fuera de la academia, pero también absolutamente comprometidas y eruditas. Y erudito, a mi parecer, suele ser algo completamente distinto de académico.
No contento con crear personajes, creaste un escritor de novelas policiales: Benjamin Black.
–Benjamin Black está a medio camino entre John Banville y el tipo de periodista literario que soy desde hace unos treinta o cuarenta años. Si yo me pongo a escribir un texto para The New York Review tardo un día, lo hago de un tirón. Benjamin Black también escribe de modo muy rápido, muy fluido. Mientras que el pobre Banville escribe como un caracol que cruza la página, dejando esa horrible baba... Así que son dos métodos de escritura completamente distintos. Empecé a ser Benjamin Black hace unos cinco años porque en aquel momento pensé que sería divertido, y que además podía ganar algo de dinero. Tenía un guión para la televisión que no se iba a hacer, así que decidí convertirlo en una novela. Pero, si lo pienso, ahora me doy cuenta de que me hacía falta: Banville necesitaba un empujón para salir del camino en el que se sentía encerrado.
Volviendo al tema del estilo y a la trama, una vez me comentaste que el estilo avanza con zancadas triunfantes mientras que la trama arrastra los pies.
–Sí, como somos novelistas, no nos podemos librar de la trama, una novela tiene que tener historia. Si no, no es ficción. Yo he tratado de trabajar dentro de las reglas y de la tradición de la ficción.
¿Y cómo relacionas la idea de la trama y la de estilo? Para mí, el párrafo más revelador de toda tu obra está en El libro de las pruebas, cuando Frederick Montgomery dice: “Nuestro destino no era estar en este planeta, esto es un error”. ¿Cómo te enfrentas a eso, a estar en el planeta equivocado y tratar de encontrar estilo y trama aquí?
–Se trata de un párrafo de El libro de las pruebas, que escribí hace veinte años, en el que un personaje dice: “Nunca me he acostumbrado a estar en esta Tierra. Siento que nuestra presencia aquí es un error cósmico, y que nuestro destino era otro planeta”. Y luego se pregunta cómo les irá a esos terrícolas delicados, a los que iban a venir aquí, en el otro lado del Universo, y se dice: “No, hace mucho que deben de haberse extinguido, cómo habrían podido sobrevivir los delicados terrícolas en un mundo hecho para contenernos a nosotros”. Y creo que es verdad. Me siento, como todos nosotros, un extraño en la Tierra. Este es un mundo absolutamente exquisito, no hay más que mirarlo, tan distinto de nosotros. Hemos adquirido un conocimiento que las otras criaturas no tienen, la conciencia de la muerte, y hemos pagado un precio enorme por ello; sólo hay que ir a cualquier sala de espera de un hospital psiquiátrico para entender el daño que la conciencia nos ha infligido. Se trata de un regalo muy valioso, pero también muy difícil. Un don que nos ha distanciado del mundo, de los animales, lo cual me consterna profundamente. ¿Sabes cómo nos miran los animales? No me refiero sólo a los animales domésticos sino también a los salvajes. Nos miran con perplejidad, y constantemente tratan de comprendernos. Como dice Nietzsche, los animales nos miran como el animal que ríe, el animal infeliz, el animal loco. Por eso, supongo, es por lo que escribo, a causa de esa sensación de distanciamiento, e intento encontrar el camino de vuelta al mundo mediante oraciones. No creo que sea algo excepcional, es lo que todos hacemos cuando hablamos, cuando tratamos de expresarnos ante un ser amado u odiado.
Tus libros están llenos de pintores y de cuadros. He leído que intentaste ser pintor, pero no te gustaba lo que pintabas. Dijiste al respecto algo muy interesante: que intentar pintar te enseñó mucho sobre la escritura y sobre la manera de mirar las cosas. Si alguien bajase del cielo, uno de los dioses de tu última novela, y te dijese que podrías pintar el cuadro que quisieras, ¿cuál sería?
–Cualquiera de la serie de La baigneuse del último Bonnard, de los estudios de su mujer en el baño, hay seis u ocho, cualquiera de ellos, sobre todo el último, uno de los mejores... Por cierto, las enseñanzas de la pintura también se pueden apreciar en la obra de John Updike, que tenía formación artística.
Sí, intentó hacer dibujos animados, con Walt Disney...
–... y estudió dibujo en Londres, en la Ruskin School. No diré que la pintura te haga percibir el mundo de una manera diferente, pero sí te proporciona una mirada más aguda, miras los detalles de otro modo, de una forma más minuciosa. ¡Desgraciadamente yo no tenía ningún talento! No sabía dibujar, no tenía sentido del color, ni conocimiento del oficio. Era un adolescente, y creo que intenté pintar porque las palabras me desesperaban, me parecían un medio demasiado difícil. Y aún me lo parecen. Una de las razones es que son la moneda común de nuestra vida diaria. Como ese personaje de Molière que descubre a los cincuenta años que lleva toda la vida hablando en prosa. El hecho de que hablemos un tipo de prosa no literaria hace doblemente difícil la renovación de este medio común para que parezca nuevo. La pintura me pareció, en aquella época, un medio simple. Estaba equivocado, desde luego.
En todos tus libros, el lenguaje es lo más importante y definitivo, pero también están llenos de ciencia; por ejemplo, los que escribiste sobre Kepler y Copérnico, incluso La carta de Newton y Mefisto. Y ahora, otra vez, la ciencia es parte importante de Infinitos. ¿Cómo llegaste a ello? ¿Has pensado alguna vez en volver al descubrimiento científico como tema literario?
–El protagonista de Infinitos es un matemático. Siempre me ha fascinado la ciencia. Creo que la ciencia del siglo XX ha producido algunas de las ideas, y hasta de las imágenes, más hermosas. Me parece mucho más interesante la física que la filosofía del siglo XX. Por supuesto, de ninguna manera soy un experto; como todo novelista, vergonzosamente, finjo saber cosas que no sé. En los años ‘70, en Copérnico y Kepler, escribí sobre ciencia como una forma de escribir sobre la creatividad sin escribir sobre el arte. Estoy convencido de que la ciencia y el arte surgen de la misma fuente interior. Adoptan formas muy diferentes –la ciencia tiene rigor y el arte no; uno no puede refutar un soneto, pero sí una teoría científica–, pero creo que el origen es el mismo. Ahora tengo sentimientos muy ambiguos hacia esos libros. Me hicieron perder mucho tiempo dedicándome un poco a la investigación. Hasta un poco de investigación, para un novelista, resulta completamente extenuante... Cuando escribí esos libros era joven, tenía veinte años, había una pequeña serie de libros de bolsillo en aquel tiempo, se llamaba Fontana Modern Masters y tenía cosas tipo George Steiner sobre Heidegger. Yo me imaginaba, en un futuro lejano, mi nombre en el lomo de uno de aquellos libros y el de algún crítico eminente que hubiera escrito sobre mí. Quería ser uno de los grandes novelistas europeos de ideas. Como digo, era joven.
¿Y esa inquietud no tenía que ver con la idea de que la ciencia es exacta y la literatura no?
–No, era más bien que me fascinaban las personas como Copérnico y Kepler. Copérnico sólo fue a ver estrellas tres veces en toda su vida; Kepler tenía doble visión, así que cuando miraba el cielo, lo veía todo doble. Realmente no les interesaban las cosas tal y como son, la realidad efectiva. Lo que querían era concebir un sistema que pudiese, como se decía, “salvar los fenómenos”. Era una forma totalmente distinta de hacer ciencia. Ni siquiera se llamaba ciencia, se llamaba filosofía natural. Pero me fascinaba, porque es de hecho lo que hace el artista: trata de imponer un sistema sobre una realidad incoherente.
Y con el ir y venir de tus libros, ¿crees que te estás acercando a una suerte de “teorema Banville”?
–(Risas) No, como he dicho, la edad sólo trae confusión.
(Tomado de Página 12)
sábado, 30 de enero de 2010
Humanismo: paz y verdad

El artículo noveno de la Constitución japonesa es único en el mundo: estipula que Japón no puede tener fuerzas armadas. Como bien se sabe, esa Constitución fue redactada después de la rendición de Hirohito en 1945, momento en el que “era un imperativo moral para el Japón demostrar que renunciaba para siempre a la guerra”, según las famosas palabras que pronunció Kenzaburo Oé cuando recibió el Premio Nobel de Literatura en 1994. Por eso cada vez que la comunidad internacional “sugirió” en los últimos tiempos a Japón que debía ofrecer efectivos militares a las brigadas internacionales cuya presunta función es “preservar” o “restaurar” la paz en el mundo, Oé alzó su voz en contra. Y cuando la derecha japonesa intentó ampararse en esas presiones de Occidente para derogar el Artículo 9, Oé creó una asociación en defensa de ese artículo de la Constitución. Aunque sólo logró siete mil firmas de apoyo, cifra más que exigua en Japón (baste mencionar que cada libro de Oé que se publica allí tiene una tirada inicial cinco veces superior, y eso que Oé no es precisamente un autor de éxito en su país), eso no ha impedido que la derecha japonesa pusiera en marcha una sonada causa judicial contra él, en la que según ellos está en juego el honor militar de la nación, mancillado por Oé en su libro Notas de Okinawa, de 1970.
Oé ha declarado famosa y repetidamente (la última vez ante al tribunal de Osaka que lleva la causa contra él): “Mi vida está marcada por tres eventos: el nacimiento de mi hijo con daños mentales permanentes en 1963, el viaje que hice a Hiroshima al año siguiente y el que hice a Okinawa dos años después. Todo mi trabajo intelectual se sostiene en esos tres pilares. Y me enorgullece que el resultado literario de esas tres experiencias, la novela Una cuestión personal y los ensayos Notas de Hiro-shima y Notas de Okinawa, pudieran publicarse y puedan leerse hasta hoy en mi país tal como los escribí”. Ríos de tinta han corrido en el mundo sobre el modo en que Oé escribió sobre su hijo en Una cuestión personal. Mucho menos se sabe sobre los dos ensayos (de hecho, ni siquiera están traducidos a nuestro idioma). En el libro sobre Hiroshima, Oé hacía foco en la traumática manera en que Japón lidiaba con los sobrevivientes de la bomba atómica. En el de Okinawa, trataba una materia aun más volátil: la manera en que su país recordaba los “suicidios en masa” de civiles en las islas okinawenses, ante la llegada de las tropas norteamericanas, cerca del fin de la guerra.
Oé había descubierto con horror, al visitar en 1965 el templo en honor a las víctimas en Yasukuni, que se las honraba como combatientes de guerra (aunque la mayoría de las setecientas víctimas eran no sólo civiles sino mujeres, ancianos y niños). Lo ocurrido en aquellas abominables jornadas de 1945 fue que las tropas imperiales, en su repliegue, ordenaban a los civiles de cada aldea que se suicidaran antes de caer en manos del invasor, en algunos casos entregándoles granadas de mano, en otros obligando a los jefes de aldea a arrear a la población hasta los acantilados para que se arrojaran todos al vacío. Oé sostenía en su libro que era una falacia moral llamar “suicidios en masa” a aquellas muertes inducidas y que era indispensable para la memoria colectiva japonesa que no se callara lo que había ocurrido realmente. Siguiendo al libro de Oé y al monumental trabajo del historiador Saburo Ienaga (La Guerra del Pacífico), los manuales de historia que utilizan los estudiantes japoneses desde 1970 se refieren al episodio como “los suicidios en masa inducidos por el ejército imperial”. Así se mantuvieron las cosas hasta que en el año 2004, los descendientes de uno de los comandantes militares de Okinawa durante la guerra se presentaron en los tribunales japoneses y, amparándose en un libro de 1973 de la historiadora revisionista Ayako Sono (La historia detrás de un mito), exigieron que se retiraran inmediatamente de circulación en todo Japón esos manuales de historia y que Oé les pagara 200 mil dólares en resarcimiento por las calumnias que contenía su libro sobre Okinawa.
Asombrosamente, el poderoso equipo legal armado para sustentar el reclamo, compuesto por conspicuos personajes de la derecha y del lobby promilitar japoneses, fundamentó la causa en un párrafo del libro de Sono en el que, malinterpretando arteramente palabras de Oé, sostenía que éste acusaba de genocidio al comandante Akamatsu. En realidad, Oé se había cuidado bien de dar nombres en su libro: según él, no se trataba (en 1970, veinticinco años después de los hechos) de hacer condenas individuales sino de lograr que el pueblo japonés entendiera cabalmente que el espíritu militarista que había regido al país era una aberración que no debía repetirse jamás. Dos episodios inquietantes parecieron anticipar una derrota judicial de Oé: el diario conservador Yomiuri Shinbun reprodujo en primera plana unas declaraciones hechas en el estrado por la historiadora Sono (en realidad se había limitado a leer un párrafo de su libro de 1973, donde decía: “Lo que encuentro incomprensible es por qué, tanto tiempo después de la guerra, el señor Oé insiste en cuestionar la pureza del gesto de todas esas personas que eligieron morir por la patria y pretende hacernos creer que fue un acto realizado a la fuerza”); acto seguido, el Ministerio de Educación decidió de motu proprio retirar de currícula aquellos manuales de historia que mencionaban “los suicidios en masa inducidos por el ejército imperial”.
Para sorpresa y alivio de muchos, cuando finalmente se conoció el fallo del tribunal de Osaka fue favorable a Oé: se desestimó la demanda y se ordenó que aquellos manuales volvieran a integrar la currícula de las escuelas japonesas (lo que generó que más de cien mil personas salieran a festejar por las calles de Okinawa, la mayor manifestación de su historia). Los litigantes, sin embargo, han logrado que se les conceda una apelación y el proceso, que ya lleva seis años, se prolongará cuanto menos por tres años más. Oé, quien cumplirá los setenta y cinco este domingo 31 de enero, declaró que sólo le importa tener tiempo en este mundo para poder hacer dos cosas: una de ellas es llegar vivo al momento en que la Corte Suprema japonesa se expida sobre el caso; la otra es escribir una novela que cuente la historia del Japón moderno (desde que comenzó a manifestar sus primeros signos imperialistas de conquista hasta el derrumbe de la burbuja de bienestar económico en 1990). Con la siguiente salvedad: el narrador, el punto de vista de esa historia, será el de su hijo Hikari, el disminuido mental que logró aprender música gracias a su asombrosa capacidad para imitar el canto de los pájaros y cuyas piezas han sido ejecutadas por Rostropovich y Martha Argerich. Difícil imaginar un libro más valioso, y más difícil de tragar, para el Japón de hoy.
domingo, 24 de enero de 2010
Representación: El Tercer Reich, novela inédita

La novela pertenece a la primera etapa del autor, y aborda su última afición: los wargames
Es la historia del descenso de un hombre a una pesadilla, describieron sus representantes
Periódico La Jornada
La editorial Anagrama publicará en días próximos la novela inédita de Roberto Bolaño (1953-2003) El Tercer Reich, que hace referencia a una época, mediados de los años 80, en la que el autor se sintió muy atraído por los juegos de mesa de estrategia, que practicaba asidua y apasionadamente con algunos compañeros de Blanes, en la provincia de Girona, Cataluña, donde vivía retirado, mientras iniciaba la cristalización de una vocación de años.
Andrew Wylie, uno de los agentes literarios más importantes del mundo, anunció el año pasado en la Feria del Libro de Francfort la existencia de una novela inédita de Bolaño: El Tercer Reich.
En 2009, medios españoles informaron que había otras dos novelas del chileno sin publicar, Diorama y Los sinsabores del verdadero policía o Asesinos de Sonora, luego de que se estudió su archivo; sin embargo, hasta el momento el único texto que será publicado es El Tercer Reich.
El archivo, de gran valor literario, incluye diarios que abarcan hasta 1980, momento en que Bolaño se trasladó de Barcelona a Girona y después a Blanes.
La obra, que saldrá en España en los próximos días, aborda el tema de los juegos de mesa de tópico bélico o wargames; en la obra, de clima ominoso –el cual solía plasmar muy bien el autor de 2666–, Udo Berger, experto jugador de esa modalidad, se enfrenta en un torneo con el campeón estadunidense, al tiempo que otro de los participantes desaparece.
Se trata de una novela completa, mecanografiada y meticulosamente corregida a mano, que Carolina López, viuda de Bolaño, envió a Andrew Wylie. Anteriormente los contratos relacionados con la obra del escritor chileno eran con la agencia de Carmen Balcells.
Según el extracto que facilitaron a los editores, el protagonista, el alemán Udo Berger, campeón de wargames, viaja con Ingeborg, su novia, a un hotel de la Costa Brava para preparar un torneo del juego El Tercer Reich.
De acuerdo con la prensa española, en sus últimos momentos el autor de Los detectives salvajes comenzó a transcribir en su computadora El Tercer Reich, escrita en 1990, por lo que el original que sirve de base a la edición de Anagrama es el mecanoscrito.
El Tercer Reich pertenece a la primera etapa de Bolaño y es considerada un hallazgo de ejercicio narrativo, donde el autor despliega algunos de sus grandes temas, como las extrañas formas del nazismo, o que la cultura –los juegos o la literatura– es la realidad.
Roberto Bolaño se ha convertido en un fenómeno de la literatura hispanoamericana de finales del siglo XX; sus libros han causado furor en Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, Francia e Italia. Nació en Chile, creció en México y escribió la mayor parte de sus libros en España.
Además de Los detectives salvajes, entre su obra se encuentran los títulos Literatura nazi en América, Nocturno de Chile, Estrella distante, Los perros románticos, Putas asesinas y Amberes.
miércoles, 23 de diciembre de 2009
Mujeres que se inventan

De la larga nómina de mujeres míticas o literarias (quizás, con la experiencia humana transcurrida, hayan dejado de ser distintas) que pudieron impactar la sensibilidad de nuestras muchachas de las capas medias argentinas y latinoamericanas en los tiempos modernos, sólo una, vecina, contemporánea, lo hizo cabalmente. No fueron la Esther o la Débora bíblicas, ni la Circe o la Penélope homéricas, ni la Yocasta de Sófocles, ni la variada y concurrida Antígona, ni la Ofelia o la Julieta de Shakespeare, ni la rebelde Nora de Heinrik Ibsen ni, más cercanamente, las españolas y lorquianas Mariana Pineda, Bernarda Alba o la audaz novia de Bodas de sangre, ni la colombiana María; fue una uruguaya inventada por un argentino, que a la sazón andaba por París, Horacio Oliveira: la ahora célebre Maga.
Nacida por obra y arte de Rayuela (y claro está que de su inmenso creador, Julio Cortázar) como la mujer joven, la intuitiva, la ligera, la sensible, la antilogos, la poética, la que vagaba por las calles y a quien seguramente encontraríamos, sin buscarla, rondando alguno de los puentes de París (tal vez el más estético, el más artístico de todos, el Pont des Arts), en esa imbricación de ciudad luz con santamaría rioplatense que supo ser esta novela, el personaje fue convirtiéndose, por magia y gracia de la sola letra escrita, en un ideal de cierta feminidad con el que tantas mujeres se identificaron. Y a quien, por nuestra parte, los varones buscábamos o perseguíamos o soñábamos.
No por casualidad cortazariana, la Maga fue la quintaesencia de otras mujeres que recorren su obra, con rasgos de la Alina Reyes de “Lejana”, de la Delia de “Circe”, de la Laura de “Cartas de mamá”, de la Leticia de “Final del juego”, de la bella e imaginada “Silvia” de Ultimo round y, muy probablemente, el espejo femenino de “El perseguidor”, Johnny Carter-Charlie Parker, para quien el tiempo funcionaba de un modo tan personal que alguna vez declaró “esto lo estoy tocando mañana” y quien también decía que no pensaba nunca o, mejor dicho, que no pensaba como nosotros: “Estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo”.
Puramente literario (doblemente ficticio, habría que decir, ya que “Oliveira decide inventar a la Maga para dar celos a Talita”, como reza el Cuaderno de bitácora o Log-book que acompañó la redacción de Rayuela en muchos de sus fundamentales tramos) ¿qué había en el personaje de la Maga para que transformáramos, por el poder de la escritura y de la lectura, a un ser de papel en algo tan vívido y tan vivo? Acaso, por empezar, su apelativo, siempre bien elegido por Cortázar, poeta al fin, buen nombrador y buen titulador; ese nombre de resonancias mágicas, extra terrenas, ocultas, esotéricas. Y luego, sus modos, sus movimientos vagos y ligeros, casi etéreos, su estar en el mundo a contramano, a contraluz, que no fuera “en la cabeza donde tenía su centro”, que no necesitara “saber” como nosotros, que pudiera “vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga”, que “adorara el amarillo”, que buscara obsesivamente un trapito rojo cuando suponía haberlo perdido, que su espacio y su tiempo fuesen otros, que no la guiara nunca la razón sino exclusivamente la intuición; que la torpeza y la confusión, pero también lo estético, la dominaran (“la araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva”); en fin, que tuviese otra dimensión humana, que no creyera para nada en los nombres de las cosas sino que al tocarlas las conociera, con una aproximación prelingüística y casi primitiva a la naturaleza, al mundo, en el lenguaje de la tribu utópica; una mujer con quien amar no fuera sólo mirarse a los ojos sino mirar en la misma dirección...
Desde entonces, no dejaron de pasar cosas muy graves en este bendito suelo. Se mataron ideales a sangre y fuego, y también ellos se fueron desgastando. El tiempo, ese gigante, fue haciendo caer los días, las horas y los ídolos. Decepcionados del resbaladizo porvenir, volvimos al presente de las ilusiones más concretas y las concretas cosas. Y a encontrarnos, al cabo de las décadas, con la amarga premonición de Pablo Neruda en sus veinte poemas juveniles: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”.
Tampoco puede olvidarse la propia evolución de la llamada cuestión de género en lo que va de los ’70 del siglo pasado a hoy. La imagen de mujer subestimada, desplazada y despreciada, así como también la imagen de exaltada, venerada, idealizada (en la que fueron diestros los literatos españoles y ni qué hablar los franceses desde Michelet a Breton y de Musset a Aragon) han sido sustituidas por lo que Gilles Lipovetsky llamó “La tercera mujer”, cuando sostiene que “a los antiguos poderes mágicos, misteriosos, maléficos atribuidos a las mujeres han sucedido el poder de inventarse a sí misma, el poder de proyectar y de construir un porvenir indeterminado de antemano. Tanto la primera como la segunda mujer estaban subordinadas al hombre; la tercera mujer es sujeto de ella misma. La segunda mujer era una creación ideal de los hombres; la tercera mujer es una autocreación femenina”. ¿Pudo ser la Maga, en la imaginería de Cortázar y en la nuestra, una suerte de transición entre aquella segunda mujer y esta tercera? ¿Pudo ser así leída?
Quizás, por ello, no todo esté apagado. Acaso todavía tengamos presente en alguna ocasión a la inconmensurable Maga; quizás sintamos un relampagueo, alguna vibración. Pero, tal vez, no más. Ahora, de nuestras conciencias parecen haberse adueñado otras costumbres, otros valores, otros símbolos.
También otras mujeres. Sin hacer nombres, como exigían en pasadas épocas en voz alta y con sonrisa cómplice mis tías maternas, pero mirando asustadamente la galería de robustas damas que acaudillan hoy los módicos ideales de buena parte de la clase media urbana, y por quienes muchas señoras y señores ponen los ojos en blanco y dan sus votos entusiastas a la inanidad conservadora, vemos, con no escaso pesimismo, cómo han retrocedido nuestros sueños, qué pobres son estos ideales, cuánta distancia separa ya a la fraterna Maga de algunas patricias y descarriadas Furias, de esa gruesa, platinada mediática, de esta enjoyada bisabuela con vestidito de organdí.
En fin, que como sentenciaba la inscripción de los romanos en los relojes de sol, referida claro está a las horas que marcan nuestro duro tránsito: Omnes ferunt, ultima necat. Todas hieren, la última mata.
* Escritor, docente universitario.
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miércoles, 16 de septiembre de 2009
Enhorabuena
miércoles 16 de septiembre, 09:42 AM
NUEVA YORK (AP) - La mente de Dan Brown tal vez esté llena de códigos, pero en persona el escritor luce como alguien común y corriente. Como ese individuo sonriente, con cabello claro, un hoyuelo en el mentón, que aparece en la solapa de "El código da Vinci", con un blazer y pantalones deportivos.
Seis años después de publicar ese libro, que generó polémicas en todo el mundo, Brown reaparece para promover una nueva novela, "El símbolo perdido", y reflexiona sobre cómo cambió su vida tras el fenomenal éxito de "El Código da Vinci".
"No me cambiaría por nada en el mundo", expresó. "Un 95% (de todo lo que le ha sucedido) es maravilloso. Hago una vida mucho más multifacética. Mis experiencias son mucho más interesantes, la gente que conozco, las discusiones que tengo".
Random House sacará una primera edición de cinco millones de ejemplares, una cantidad astronómica para cualquier escritor, menos para Brown, cuyo "Código" vendió 40 millones de ejemplares. "El símbolo perdido" encabeza la lista de best-sellers de Amazon.com desde que se anunció la publicación, tan solo con órdenes de compra.
La larga espera, dice, se debió a que es una trama complejísima y le tomó tiempo dominar ciertos temas. El protagonista de "El símbolo...", Rober Langdon, regresa de sus aventuras europeas en "El código...". Lo han llamado a Washington y pronto se ve envuelto en una carrera contra un villano asesino para dar con un código que supuestamente revela un antiguo secreto y abre las puertas a un poder y conocimiento ilimitados.
Igual que "El código...", el nuevo libro, que salió a la venta el martes, es una obra de suspenso, un rompecabezas, un trabajo de investigación y una especie de diario de viaje. Langdon va de la Biblioteca del Congreso a los Archivos Nacionales del Monumento a Washington. Brown hizo un recorrido similar para preparar la novela, viajando siempre en primera clase, y realizó visitas guiadas personales a la Biblioteca del Congreso y otros edificios.
"Nada de esto hubiese pasado de no haber sido por 'El código'", afirma.
El 5% negativo de la fama lo representan la pérdida de la privacidad, que le impide promover el libro en una gira, y la carga que representan las expectativas generadas por el éxito.
Otro factor que demoró la publicación del nuevo libro fue un juicio por violación a los derechos de autor, motivado por la denuncia de los escritores Michael Baigent y Richard Leigh, que lo acusaron de haberse "apropiado" de partes de libros suyos. Brown y Random House fueron absueltos.
"Fue un tropezón, que representó una distracción y generó un desgaste de energía, que no pude enfocar en el libro", señaló Brown. "Lo peor fue que alguien cuestionase mi integridad en público".
Se lo criticó a menudo por "El código da Vinci", especialmente por afirmar que Jesús y María Magdalena concibieron un niño. Los académicos no lo tomaron en serio y las autoridades religiosas se sintieron ofendidas, pero Brown se mantiene firme en sus convicciones y dice que su teoría "tiene más sentido que las cosas que me contaron en la Iglesia".
El nuevo libro gira en torno a los masones, la antigua logia rodeada de un manto de misterio en la cual militaron figuras como George Washington, Teddy Roosevelt y Harry Truman. Brown siente un gran respeto por los masones, especialmente por su política de admitir personas de todas las fes. Pero no le sorprendería si alguien se molesta.
"Se dirán muchas cosas y no todas serán positivas", expresó. "Ya me estoy acostumbrando a eso".
No habla mucho con la prensa, pero su historia es bien conocida, en parte por la minibiografía de 69 páginas que tuvo que preparar para el juicio de Londres.
Nació en 1964 en Exeter, New Hampshire, donde reside aún hoy. Su padre, Richard Brown, fue profesor de matemáticas en la Phillips Academy de Exeter y su madre, Constance Brown, era música.
Disfrutaba con la literatura y se graduó en inglés en el Amherst College, pero decidió que lo que más le gustaba era componer música y se fue a Los Angeles, donde conoció a la mujer con quien se casaría, Blythe Newlon, directora de desarrollo artístico de la Academia Nacional de Compositores de Canciones.
Compiló una lista de "187 hombres que hay que evitar", que publicó en 1995 con el seudónimo de "Danielle Brown". Dos años después, durante una vacación en Tahití, leyó "La conspiración del juicio final", de Sidney Sheldon. Y eso cambió su vida.
"Me atrapó. Leía página tras página y me recordó lo divertido que es leer", escribió Brown en la biografía. "La simpleza de la prosa y lo concreto de la trama hacían que la novela fuese menos pesada que las que leía en la escuela y comencé a pensar que yo podría escribir una novela de suspenso de este tipo algún día".
Debutó en 1998 con "La fortaleza digital" y luego publicó "Deception Point" (novela que le aburrió escribir y que no fue traducida al español), y "Angeles y demonios", en la que hizo su presentación Langdon, el profesor de Harvard que Tom Hanks personificó en las versiones cinematográficas de "El código da Vinci" y "Angeles y demonios".
Al principio vendió pocos libros y hacia el 2001 sobrevivía como podía, encargándose de su propia publicidad y vendiendo ejemplares desde su auto.
Cambió entonces de agente y de editorial (pasando de Simon & Schuster a Doubleday, un brazo de Random House). "El código da Vinci" fue publicado en marzo del 2003 y resultó un éxito inmediato, que estuvo tres años en las listas de los libros más vendidos.
Brown es un hombre rico hoy, pero mantiene los mismos hábitos de trabajo de siempre. Se levanta a las cuatro de la mañana y escribe hasta el mediodía, los siete días de la semana. Se fatiga tanto que a veces no tiene ganas de leer y juega al tenis o va a correr en la playa. "Cartas desde la Tierra", la feroz crítica a la religión de Mark Twain, es uno de los pocos libros que leyó por placer recientemente.
Le encanta hablar de Twain, de los masones, de las pirámides, de la espiritualidad y de los libros electrónicos (que lee, junto con los impresos). Pero le huye a ciertos temas, como la política o su próximo libro.
"El símbolo perdido" no nombra a nadie, pero critica la intolerancia religiosa y los ahogamientos simulados, lo que hace pensar que no le cayó muy bien el gobierno de George W. Bush.
"La gente que leyó el libro me dice que sale en un momento oportuno, como si hubiese sido planeado", comenta. "Y mencionan la llegada de Barack Obama a la presidencia y el cambio de actitud hacia la religión".
Se niega a hablar de Obama.
"Con este libro quiero enviar un mensaje universal y si tomo partido por alguien, se arruina todo", afirma Brown, quien dice haber sufrido una "transformación" mientras trabajaba en "El símbolo perdido".
"Hay realmente dos cosas: La idea de que la ciencia está empezando a demostrar nuestro verdadero potencial y que ese potencial es mucho más grande de lo que pensábamos. Creo que estamos ingresando en una era en la que los prejuicios, en particular el prejuicio de la religión, comenzarán a evaporarse".
lunes, 27 de julio de 2009
A Conspiracy Around Every Corner In Baldacci's D.C.
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