Publicado en Radar, 19 de diciembre de 2010
El sonido y la furia
Cuando en 1994 el Premio Nobel recayó sobre el  japonés Kenzaburo Oé, la sorpresa no sólo fue en Europa o América, sino  también en Japón. Sin embargo, Oé ya ostentaba una obra considerable y,  sobre todo, un mundo cultural y existencial complejo como para  justificar cualquier galardón. Alberto Silva, crítico y traductor  especializado en literatura japonesa, propone aquí introducir al lector  en el universo de Oé, signado tanto por algunos hitos literarios como  Dostoievski, Sartre o Mark Twain, como por la enfermedad de su hijo  Hikari. Un universo, el de Oé, áspero y denso, marcado por la rabia, la  furia y también por una enorme capacidad de transformar el odio y el  resentimiento en una reconciliación con la humanidad y la naturaleza.
    Por Alberto  Silva
Nacido  en 1935, resulta obvio para los nipones que Kenzaburo Oé es  contemporáneo suyo. Pero no dejan de inquietarse: ¿cómo podría ser  japonés alguien que, si bien nació en el seno rural y profundo de Ehime,  les resulta tan poco familiar? Las estadísticas advierten que en el  archipiélago no muchos lo han leído, pese a ser Premio Nobel. Veamos esa  extrañeza en su detalle.
A Oé siempre le atrajeron ideas occidentales nunca aclimatadas del  todo en Japón: democracia, derechos civiles, antibelicismo. Hubiera  deseado vivir con estilo francés; frecuentaba a Villon y a Montaigne, a  los simbolistas y existencialistas, veía cine de Marcel Carné, usaba  sacos de pana de gruesa trama vertical. Hasta fumaba Gauloises... En el  oeste, comprender a Oé puede parecer familiar, como el mapa del París de  Haussmann. En cambio, muchos nipones se resisten a degustar una sopa  literaria con ingredientes ciertamente locales pero sospechado sabor  foráneo. Esto lo sabe Oé. Acostumbrado a ser una isla más de su isleño  país, prosigue solo su camino. Oé no es nada altivo, solamente  silencioso, distante.
Digan lo que digan, se trata de un artista japonés. Lo recordaba en  su Discurso (1994) de aceptación: “Siempre he querido escribir sobre  nuestro país, nuestra sociedad y sus sentimientos, siempre en un marco  contemporáneo”. Sus personajes son nipones de hoy día. Sus tramas no  podrían ocurrir en otro sitio. Sucede además que estudioso de la  tradición literaria nativa, escribe textos con un nivel de lengua sólo  comparable al de Murasaki Shikibu (siglo XI) o Junichiro Tanizaki (siglo  XX), que muy pocos lectores alcanzan a entender. Decía un colega  (profesor de literatura): “Cotejo mi lectura de Oé con su traducción al  inglés: no entiendo muchos caracteres que utiliza”. A la distancia de  estilo se agrega la frontera lingüística.
Un tercer escollo se eleva entre Oé y la sociedad nipona. Theodor  Adorno preguntaba: ¿se puede escribir después de Auschwitz? César Aira  vive inquiriendo: ¿es posible escribir después de Borges? La literatura  de Oé intenta responder parecidas preguntas, que recorren cual fantasmas  el territorio japonés: ¿cómo escribir después de Kawabata, después de  Hiroshima? Oé agregaría: ¿cómo hacerlo después de Hikari, su amado hijo  hidrocefálico? Si Kenzaburo Oé es un gran escritor, si “tiene que ver”  con ellos y también con nosotros, es por la forma en que sortea esos  escollos y da respuesta literaria a sus preguntas. Como entremés para  este autor poco leído, propongo una docena de facturas.
1. La literatura  de Oé busca y mantiene un tono altamente dramático. Narra existencias  cruzadas por conflictos y desgracias. Enfoca el drama humano y lo hace  desde un punto de vista ético.
Su literatura es moral: el bien, el mal. Las circunstancias  biográficas contribuyeron a que tomara una orientación ética. Porque  desgracia es recibir, siendo muy joven escritor, el don de un hijo  autista, tragedia que asumió no sólo con paciencia (consiguió convertir a  Hikari en compositor musical), sino con talento de luchador de karate  (volviéndose más certero en su réplica literaria cuanto más incisivo era  el ataque del destino aciago). Y conflicto es reconocer de cuajo la  incomodidad de vivir en una sociedad como la nipona, que eligió la  dependencia como estupefaciente para lograr la paz. Los libros de Oé  crean personajes que cuestionan su responsabilidad ante la vida (la  asuman o la eludan): sospechan que la felicidad se relaciona con el  recto obrar. Por eso, igual que Camus, buscar lo justo los lleva a  aceptar la ambigüedad de toda opción moral. Solemos equivocarnos,  recuerda Oé: Bird, protagonista de Una cuestión personal (1964), se  siente culpable de apostar por la muerte del bebé anormal que le tocara  en suerte, concebido por una mujer a la que ni siquiera logra amar.
2. Dentro de ese  universo moral (centrado por ende en la figura humana), la narración se  construye con sentimientos contrapuestos: angustia/alivio;  temor/seguridad; alegría/llanto. La polaridad es constante; la  transición por momentos brusca, acorde con la velocidad de los cambios  anímicos.
Los personajes de Oé transitan de la pasividad a la actividad  frenética, del aplomo al sobresalto, del júbilo a la pena, de la rabia  al llanto. En cierto momento Bird reconoce sentir “una mezcla de alivio  culpable y temor infinito”. Dimensión básica de todo universo moral es  la necesidad de compensar, que equivale a equilibrar los platillos de la  balanza de una enigmática justicia que se acata fuera de normativas  legales. En Arrancad las semillas, fusilad a los niños (1958), su  primera novela, si se produjo algo malo, habrá que adosarle en seguida  algo nuevo. Toda falta debe repararse. Aunque el universo de Oé es el de  una falta original que nadie puede recuperar. Es irremediable la culpa  que padecen sus personajes (no tan frecuente en otras literaturas  japonesas, la de Kawabata por ejemplo) y resulta, al mismo tiempo (aquí  sí volvemos a Japón) una vergüenza que atraviesa sus emociones.
3. Entre tan  encontrados sentimientos uno predomina: la ira. Ira de personajes  atropellados, traicionados, humillados, antes que nada en el plano  sexual.
Ira del narrador ante los hechos inmorales que cuenta. El mal se  corporiza en sus relatos: se lo infligen entre sí los humanos; se  inscribe en vidas regidas por un orden disparatado. Es el aspecto  dostoievskiano de Oé: Humillados y ofendidos lo sigue fascinando. En  1957, varios relatos graficaban con metáforas sexuales la ocupación  americana de Japón. En La presa trata sobre la relación entre un  extranjero (entendido como Gran Poder, y un japonés (situado a  distancia, en posición humillante). Circundada por ambos, aparece una  mujer. Trata con extranjeros (prostituta, intérprete); su connacional la  mira con desprecio. La discordancia sexual sirve para rechazar  atropellos puntuales. O desvela situaciones estructurales que abren la  puerta a los desmanes.
4. La ira se  presenta en Oé como experiencia opresiva. Mediante la furia, sus  personajes hacen patente la angustia que los habita y que parecen  transportar desde siempre. La angustiosa opresión de sus tramas centra  la atención en personajes presentados como una colección de víctimas.
Oé cree que los novelistas han de espolear la imaginación de sus  lectores. Por eso brinda detalles sobre cómo son los sentimientos  (angustia, temor, llanto) y los comportamientos resultantes  (humillación, abandono, engaño, envilecimiento). Sus novelas invitan a  compartir, a la vez, la información emotiva del escritor y la rabia de  personajes presos en inaceptables circunstancias. La primera “cuestión  personal” de Bird es el hecho de ser víctima: de una herencia mezquina  (inscripta en su maltrecho cuerpo); de una vida mediocre que no logra  trascender (por considerarse “un mal hombre”), salvo para transgresiones  autodestructivas (alcohol, aventuras extraconyugales, alejamiento del  mundo académico); de un hijo “vegetal” al que sin miramientos llama “la  cosa”. Furia es la respuesta preferida de los personajes de Oé: “Hay que  presentar batalla, ¿sabe? ¡Luchar, luchar, luchar!”. Sus novelas  acentúan que vivir ES angustioso. Sus personajes montan frágiles  sistemas para contener la angustia, sin atreverse a enfrentarla del todo  (salvo, como veremos, al final).
5. La niñez es la  víctima central de la experiencia opresiva del rabioso vivir según Oé.  Niñez abandonada, engañada, forzada. Vivero de adultos prematuros,  endurecidos, encallecidos, viciosos. Hasta que, de pronto, ellos  consiguen sostener (en lo que parece un milagro) corazón y sentimiento  propios de la infancia.
Oé recuerda a Dickens y a Twain, autores de su lectura y consulta:  en los niños el abandono (rasgo común de lo humano) toma aspecto cósmico  y metafísico. Pero supera a sus maestros: agrega la dimensión de un  destino marcado para cada persona, según el giro de la rueda del dharma.  Muchos de sus personajes son infantes: en la temprana La presa,  ganadora del premio Akutagawa; o en Arrancad las semillas, fusilad a los  niños, cuyo título original (Memushiri kouchi) podría ser: “Esos chicos  nipones, persíguelos, elimínalos”. Los bebés de Oé van desnudos, son  dóciles, diminutos, débiles, no tienen apetito, se afligen. Desde Una  cuestión personal planteará, en cambio, que los niños consiguen remontar  la situación. Por ser niños transmiten la sensación invencible del  pobre, del que siente que no tiene nada que perder. Hace vivir a esos  pequeños como si cada evento fuera inaugural (entusiasmo) y conclusivo  (desapego). Ellos establecen una conexión entre el fulgor del instante y  la experiencia de vivir momentos fuera del tiempo.
6. Ser víctimas  de la maldad marca la existencia de cualquier persona y le añade un  carácter incomprensible. Oé retoma la idea de un orden cósmico que todo  lo rige, pero la retuerce en un sentido crítico (si bien no hay Dios en  el budismo, Oé es un budista ateo).
No concibe un ser superior, dada la maldad que campa entre nosotros,  terráqueos seres que se arrastran. En Dinos cómo sobrevivir a nuestra  locura (1969), el autor introduce a Mori, nombre que volverá en otras  novelas. Mori es un término polisémico. Significa bosque; también:  montón, masa, colmo; incluso: niñera. Además piensa en la palabra latina  mori, que significa morir y a la vez idiotez. Crea un juego rico de  evocaciones y logra referirse a Hikari con exactitud no exenta de  extrema delicadeza. Porque el protagonista de la novela tiene “un hijo  idiota”, un hijo que por su autismo “muere” a la vida corriente del  mundo (Hikari se mantiene niño para siempre y ha de ser cuidado de forma  continua). Mori volverá en Kozui wa waga tamashii ni oyobi (Las aguas  me inundan el espíritu, 1973) y en M/T to mori no fushigi o monogatari  (M/T y la narración de los prodigios del bosque, 1978). Mori simboliza  la substancia universal, la materia que forma el universo. Mori es  despertar del yang y comienzo de su ascensión.
7. En este mundo  (mal parido, como Hikari), la existencia individual se traduce en una  serie de tropiezos, sobre todo para los que parten en mala posición (por  ser pobres, por encargarse de oficios despreciables, por padecer taras  mentales).
Van de traspié en traspié: “En la vida –reflexiona Bird–, siempre me  acechan peligros latentes, a la espera de que trastrabille y caiga.” Lo  mismo se percibe en Dinos cómo sobrevivir a la locura: si se produce  una circunstancia plácida, armoniosa, es que un drama está por  desatarse. La narración mantiene el tono intenso de un instante lúcido  captado justo cuando se abisma en su ignorancia: el protagonista no  entiende a su padre; su hijo autista menos podrá comprenderlo a él. El  tópico de la vida como camino adquiere connotación sarcástica: el  caminante cae y cae, tropieza con lo que debiera sostenerlo. La vía no  tiene final (eso es budismo). Ni siquiera destino (eso es pensamiento  occidental). Caminar es lo peor que puede ocurrirle a una persona.
8. Oé es japonés  por otro rasgo: la transida existencia transcurre en el marco de la  naturaleza.
El mundo natural siempre viene referenciado. Es lo constante, lo  permanente, asegura cierta continuidad a la vida humana y a sus ritos  sociales. En contraste, el mundo humano no acaba de aceptar una  continuidad. Funciona como trasgresión del natural. Por ignorancia a  veces; o por espíritu vengativo, ante la ira acumulada. Oé usa la  naturaleza para adjetivar el estado emotivo de sus personajes. Entre  hombre y cosmos prevalece cierto acuerdo. El escritor relaciona  fenómenos climáticos con mentales, recurso que delata familiaridad con  la poesía japonesa clásica, del Manioshu al Genji Monogatari. Por ello  (a pesar de su carácter áspero, ¿amargado?) la obra de Oé está marcada  por un deseo de reconciliación cósmica: entre personas, entre el mundo  humano y el natural, entre las naciones. Su Discurso tronaba contra la  ambigüedad del militarismo (¿renaciente?) de Japón. Suele declarar que  quiere ser instrumento de concordia. Trabaja para “sanear” la propia  vida y el entorno inmediato: en sus trabajos de la última década, varios  escritos con su esposa de siempre, Yukari, parten en busca de un  “hombre nuevo”.
9. Pero no hay  que bajar la guardia, ni eludir la realidad: el hombre es un pozo ciego  de violencia, un vaciadero de resentimiento sin sentido, aspecto  sartreano de la escritura de Oé, quien en ningún momento descuida su  ira.
Está la violencia de los ricos, hecha de sed de sometimiento, de  sadismo gratuito, usando la vida ajena (humana o animal) para alardear  de dominio sobre los demás. Y está la violencia de los pobres, fruto del  dolor recibido pero que, salvo excepciones, no golpea a los ricos sino a  otros miserables, estableciendo perversas escalas de autoridad según  grados de fuerza física o rapidez argumental. Su mirada de halcón se  interesa por franjas de violencia encriptadas en la vida social. “Sora  no kaibutsu agüí” (“Aghwee, monstruo del espacio”, 1964) era un cuento  influido por el existencialismo (de Sartre) y por la picaresca (de Mark  Twain en Huckleberry Fynn). Relata las peripecias de antihéroes al borde  de lo ilegal, pícaros de poca monta. Critica a los poderosos mediante  la mirada de los desposeídos. Pero en Una cuestión personal el desalmado  es otro desgraciado: Bird viola a Himiko para que ella devuelva el  mismo desprecio que recibe. La violencia parte de la palabra (ella le  dice: “Comienzas a parecerte a una rata de alcantarilla que pretende  escurrirse por un agujero”), pero se acaba haciendo cuerpo: cada uno es  receptáculo y expositor de atropellos infligidos y recibidos. Cada cual  es víctima e infierno de otro.
10. En el  continuo ir y venir de bien y mal, los niños novelados (a menudo  víctimas, lo hemos dicho) no replican la maldad que reciben. En Oé sólo  la niñez se salva: la maldad no consigue penetrarlos.
Se detiene en el atrio del templo sagrado de la infancia. Los niños  se mantienen humanos: no inocularon la maldad de los adultos. De sus  ancestros sólo mantienen usos buenos en sí. Un aspecto rousseauniano de  Oé: bondad consiste en verter el vacío discurso envejecido en odres de  lozanía juvenil. Sin embargo, lejos de ser normales, esos niños son  filodelincuentes, retrasados mentales, raros. Designan una humanidad que  quiere desviarse de un curso tal vez no sentenciado. Mientras los  adultos padecen de autoconmiseración y se hacen las víctimas, los niños  no practican el autoflagelo: se protegen no ofreciendo resistencia.  Mientras no los ultimen, son capaces de disfrutar del instante. Saben,  con todo, que viven en zona de riesgo.
11. Otro rasgo  japonés de Oé: la importancia del grupo. El escritor pinta una vida  social ritualizada. Cuenta la acción desde el ángulo de la adopción  (exitosa o fallida) de alguien en la esfera microsocial. Narra  atendiendo a la mayor o menor cohesión colectiva. Lo colectivo (aunque  formen un atajo de niños débiles y abandonados) proyecta luz (hikari:  resplandor) sobre un mundo tenebroso. El grupo es la forma en que un  individuo resiste los embates del ambiente cultural devastador. Cuando  menciona a la cultura sugiere, entonces, ritualidad en el accionar común  (ya sabemos: la dimensión grupal atraviesa el arco social japonés).  Cada grupo acata ritos comunes. Pero si alguien se alza contra el mundo,  tiene que recalificar o retraducir sus convenciones. ¿Sobre qué escribe  entonces Oé? Sobre niños campesinos en un rincón perdido de Ehime,  sobre el acoso escolar), sobre pandilleritos con camperas de dragón. ¿Es  el grupo una salida al atolladero de la vida? Bird descree, Himiko se  aferra a la esperanza.
12. Queda en pie  que el escritor singulariza a los integrantes de sus grupos, con lo que  acaba dando en parte la razón a Himiko.
Los protagonistas de cada colectivo son individuos inquietos,  inadaptados, odiosos. El individuo es un revolté que se levanta contra  el Leviatán social. Tal vez no contra la injusticia del orden instituido  (esa conciencia no se estila en Japón), pero sí contra la maldad del  orden humano (dibujando un sentimiento casi metafísico). La potencia del  furor individual toma cuerpo en asociaciones de furiosos (por tanto  desorden moral), pero a la vez sometidos (seguidores de alguien que al  tomar la iniciativa desencadena la acción). Son individuos aunados de  forma reticente que acaban transformando (se). El final de varias  novelas de Oé mantiene el pulso firme para que la historia desemboque en  la opción vital que parezca correcta. Bird sin duda es un canalla. Pero  cuando lo toca la desgracia, cansado de escabullirse va y la acepta.  Comprende que la vida ES su cuestión personal en un segundo sentido.  Ahora piensa menos en la propia que en la ajena: un hijo deficiente, una  familia se perfila, gente anodina cuyo drama Bird se atreve a  compulsar. La existencia es asunto terrible, concluye Oé. Pero al final  siempre titila un rayo de compasión y de esperanza.
