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domingo, 7 de febrero de 2010

Unam: puro cuento

La Dirección de Literatura publicará anualmente un volumen de narraciones cortas

Será una muestra del “laboratorio” del género en Iberoamérica, dijo Rosa Beltrán, titular de la instancia
La idea surgió de la “desaparición de los espacios naturales que lo cobijaban”, explica

“¿Qué habría sido de Borges en una época como la nuestra?”, se pregunta Rosa Beltrán"
Foto Jesús Villaseca
Arturo Jiménez
Periódico La Jornada
Domingo 7 de febrero de 2010, p. 2
Un rito editorial anual, parecido al practicado desde hace al menos un siglo en tradiciones literarias como la anglosajona, podría estar surgiendo para todos los países de habla castellana desde México, en particular desde la Dirección de Literatura de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). El proyecto, que se pretende de larga duración, es publicar cada año un tomo de una antología de cuentos escritos en lengua española.
El primer tomo ya está listo, se titula Sólo cuento, e incluye 30 autores de diversas generaciones, conocidos y no tanto, pero todos vivos, en plena producción, quienes permiten ver a los lectores una muestra del “laboratorio” de este género en Iberoamérica.
Rosa Beltrán, titular de dicha dependencia, cuentista ella misma, y quien se ubica entre los grupos “amantes del género” desperdigados por todos los países de habla hispana, comenta en entrevista sobre esta antología, de la que ella escribió el prólogo y Alberto Arriaga hizo la selección y las notas: “La propia idea de lo que es un cuento es cuestionada por quienes leen la antología. La estructura cerrada a la que se han referido tanto y que se basa en manifiestos de autores como Edgar Allan Poe o Julio Cortázar mismo, acerca de una estructura en paradoja con un final sorpresivo, es algo que es contrarrestado o contrastado en muchos de los cuentos que aparecen aquí. Ya desde varios autores de la tradición anglosajona el cuento obedece a una estructura distinta”.
Experiencia memorable
Además, precisa la importancia de este género en relación con otros: “El cuento es una experiencia memorable que debería ser uno de los bienes intangibles de la humanidad. Es narrar una experiencia y captar una situación que se queda con nosotros mediante una estructura cambiante y antigua”.
La poesía y el cuento, dice, son los géneros literarios más antiguos. “Y este último tiene la característica de compilar en él todos los géneros, del mismo modo en que lo hace la novela, aunque ésta casi siempre se concentra en el crecimiento o transformación de un personaje, mientras el cuento se avoca a narrar una situación o a captar un momento, pero adquiere formas distintas para hacerlo.”
Los 30 cuentos de los 30 cuentistas se organizaron en 10 rubros temáticos: Intervenciones, Hoguera de las vanidades, Hacia lo ignoto, Aeropuertos, Urbes fantásticas, Hospital, Negros, Sucios, Vida doméstica y Palimsestos.
Rosa Beltrán explica el porqué de editar una antología con estas características: dice que ante la desaparición de espacios que fueron el natural cobijo de un género tan importante en el mundo y en México, como el cuento, se hace necesario buscar los lugares donde puedan ser acogidas estas narraciones cortas.
La desaparición de revistas y suplementos literarios y la poca publicación de libros de cuentos, señala, hacen pensar que este género es una “especie en vías de extinción”, pero aclara que no es así, y comenta el caso de México: “En el siglo XIX y la primera mitad del XX, en el país se dieron cuentistas extraordinarios. No es que no los hubiera después, sino que poco a poco se fueron acortando los espacios. En las editoriales comerciales hay una predilección por la novela, y en cambio se ponen condiciones y muchas veces se rechaza a los autores que escriben exclusivamente cuento.
“Pero habría que pensar que el más grande autor en nuestra lengua, Jorge Luis Borges, consideraba al cuento como el género de géneros. ¿Qué habría sido de un autor como él en una época como la nuestra? En otras tradiciones, como la anglosajona, el cuento es leído y publicado continuamente. Un ejemplo es del poeta y dramaturgo Edward O’ Brien, quien desde 1915 inaugura una antología anual de cuento estadunidense, que sigue existiendo. Todavía estaba vivo John Updike cuando publicó Los mejores cuentos del siglo XX, libro no solamente paradigmático porque en él se encuentran los autores emblemáticos a lo largo de 100 años, sino porque también se volvió un bestseller.”
Siempre las mismas voces
Es decir, destaca, para que haya lectores de cuentos es necesario que éstos se publiquen. “En nuestra tradición, en lengua española, son las pequeñas editoriales marginales, todavía, las que se ocupan de publicarlos, pero el cuento se encuentra atomizado, es difícil saber qué están escribiendo los autores venezolanos, puertorriqueños, salvadoreños. Sabemos un poco más de los españoles y los argentinos, y sin embargo, de estos autores, de los que sabemos más, no tenemos un registro amplio. Son casi siempre las mismas voces las que vemos antologadas, y muchas veces se trata de autores no sólo canonizados, sino muertos.”
De los autores que aparecen en este primer volumen de Sólo cuento Beltrán menciona, entre otros, a “grandes maestros”, como Sergio Pitol y Vicente Leñero; a Clara Obligado, Juan Villoro, Luis Felipe Lomelí, Enrique Serna; a “muy jóvenes” como Antonio Ortuño; a “escritoras espléndidas”, aunque no tan conocidas, como Mayra Santos-Febres y Ana Lydia Vega.
Beltrán comparte que esta antología se “inspira” de otra que hizo Editorial Planeta de 2000 hasta 2006, cada año: Los mejores cuentos mexicanos. “Me tocó compilar la de 2006, la última. Tenía varios candados, como que sólo podían ser considerados los cuentos aparecidos en ese año y que tenían que ser publicados en papel, sin considerar las revistas por Internet. Y luego, el criterio ambiguo, resbaladizo y cuestionable sobre cuáles son los mejores y por qué lo son.”
Las antologías anuales de Sólo cuento, dice, pretenden convertirse en “un laboratorio donde se pueda tomar el pulso de lo que se escribe en cuento en las distintas generaciones, de la evolución del género, las nuevas formas que esté adoptando en lengua española”. Será, coincide, como una guía o un mapa para seguirle la pista al quehacer cuentístico en español. Con la antología, agrega, se podrá estudiar la evolución del cuento, por ejemplo, a nivel formal o temático.
Dice que están establecidos contactos con escritores y promotores del cuento de los países de habla española, que se subirá una versión digital de Sólo cuento a Internet y que espera que este rito anual continúe cuando ella ya no esté a cargo de la Dirección de Literatura, pues la institucionalidad y solidez de la UNAM garantiza esos proyectos de larga duración.

martes, 15 de septiembre de 2009

El hombre y el sábado

Para ser ateo, Jorge Luis Borges era buen teólogo, o conocía a cierta estirpe medieval de teólogos. Es bueno recordar de tanto en tanto a un clásico del cuento fantástico.


El evangelio según Marcos

[Cuento. Texto completo]
Jorge Luis Borges


El hecho sucedió en la estancia Los Álamos, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en Los Álamos, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.
El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años.
Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.
A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.
Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a la estancia eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas. Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.
En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Núñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien dónde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado -la palabra, etimológicamente, era justa- por la creciente.
Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie -tal era su nombre genuino- habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.
Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.
Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.
Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños, a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre un tacita para él, que colmaban de azúcar.
El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.
El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era librepensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:
-Sí. Para salvar a todos del infierno.
Gutre le dijo entonces:
-¿Qué es el infierno?
-Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.
-¿Y también se salvaron los que le clavaron los clavos?
-Sí -replicó Espinosa, cuya teología era incierta.
Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija. Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos. Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
-Las aguas están bajas. Ya falta poco.
-Ya falta poco -repitió Gutrel, como un eco.
Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Espinosa entendió lo que le esperaba del otro lado de la puerta. Cuando la abrieron, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.

FIN