Después de ganar el Booker Prize con El mar en 2005,  John Banville se tomó unas vacaciones bajo el nombre de Benjamin Black,  autor de novelas policiales que salió mucho más indemne y contento de  la experiencia de lo que podía imaginar a priori. El regreso con  Infinitos es espléndido y vital, una novela protagonizada tanto por  hombres (uno de ellos agonizante) como por dioses antiguos. En este  diálogo que mantuvo con Rodrigo Fresán durante la presentación del libro  en Madrid, se pasa revista a estos últimos años del autor irlandés que,  atrapado entre Joyce y Beckett, supo llevar adelante su propio camino.
Hace  un tiempo le pregunté a John Banville qué estaba escribiendo. Por  entonces, el escritor parecía poseído por su alter ego policial Benjamin  Black: uno y dos y tres thrillers veloces y a quemarropa. Pero Banville  (antes de la publicación de Elegy for April, otro caso para el patólogo  Quirke by Black) acechaba en las sombras y ponía a punto a Infinitos,  su primera obra estrictamente banvilleana desde El mar (ganadora de el  Booker Prize). “Transcurre a lo largo de un día de verano, en una casa  en el campo en la que un anciano en coma agoniza. Su familia se ha  reunido para despedirlo y, con ellos, también acuden los dioses junto al  lecho del moribundo. Espero, como mínimo, que sea una obra maestra, un  éxito de ventas y que me lleve hasta las puertas del Nobel, ja”, me  contestó por mail.
    
Lo que sigue es un fragmento de la transcripción de un diálogo en  público en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, mientras Infinitos se  presenta ahora en castellano y su autor –ya metido a fondo en su próximo  desafío, donde convergerán personajes de novelas anteriores– entra y  sale de libros y de librerías.
    
Una vez me dijiste que una de tus fantasías es entrar en una  librería, chasquear los dedos y hacer desaparecer todos tus libros para  poder empezar de nuevo.
    
–Sí, seguro que tú también conoces esa sensación. Odiamos a nuestros  hijos, bizcos y desdentados; nos encerramos en una habitación durante  uno o dos años haciendo estos objetos y, para cuando los acabamos, los  detestamos por completo. Toda mi obra anterior está ahí como testimonio  evidente de mi falta de talento, aunque también es cierto –lo he dicho  muchas veces– que considero que mi obra es mejor que la de los demás,  sólo que no es lo suficientemente buena para mí. Soy de esa clase de  perfeccionistas. Y me atormenta no ser capaz de hacerlo bien. Una vez le  preguntaron a Iris Murdoch por qué escribía tanto y respondió que  pensaba que cada nueva novela la exculparía de todas las anteriores. Yo  pienso lo mismo.
    
Pero al menos sentirás que hay algún tipo de mejora con cada  libro... ¿O es sólo otro libro de John Banville?
    
–Siempre he envidiado a los poetas, que revisan su obra anterior con  profundo placer. Tengo amigos que leen poemas que escribieron a los  diecisiete, hace cincuenta años, y les encantan. Yo eso lo encuentro muy  extraño. Parece que los poetas no mejoran; de hecho, la mayoría  empeora. Uno puede hacer poesía excelente de joven, pero no creo que sea  el caso de los novelistas. Supongo que uno aprende a usar el lenguaje  de un modo más fluido y con más sensibilidad a medida que pasa el  tiempo. Pero, por supuesto, nuestras ideas y nuestra ignorancia sobre el  mundo son tan densas como siempre. De joven pensaba que cuando  envejeciera me volvería más sabio, pero la edad no trae sabiduría, sólo  confusión. Aunque a veces la confusión puede resultar interesante. Ahora  dejo que en mis libros pase lo que tenga que pasar con mayor frecuencia  que en los viejos tiempos; me gusta la idea del azar. Pero, ¿mejoro?
    
Me pregunto si parte del problema no tendrá que ver con ser  un escritor irlandés. En cierta ocasión dijiste que sientes que todos  tus antepasados son como “estatuas gigantes de la Isla de Pascua”.
    
–Sí, es difícil ser un novelista irlandés. Es un país pequeño con un  número extraordinario de escritores de una estatura enorme. No parece  que tengamos muchos escritores mediocres, sólo maravillosos o realmente  horribles. Joyce lo metió todo, Beckett lo sacó todo, y los demás nos  movemos en el terreno que dejaron en medio sin saber muy bien qué hacer.  Mi amigo Neil Jordan, por ejemplo, decidió dedicarse al cine porque  sentía que no podía competir con los escritores del pasado. Por mi  parte, he tratado de forjar un nuevo tipo de ficción que es en buena  medida un tanto pedestre... Se trata de buscar nuevos modos de avanzar.  ¿Por qué sentimos que tenemos que hacerlo? No lo sé. Creo que uno de los  peores consejos que se pueden dar es el de Ezra Pound: “Que sea nuevo”.  Un buen día, cuando tenía unos cuarenta años, me pregunté: ¿por qué,  qué hay de maravilloso en que algo sea nuevo? Lo que valoramos y  apreciamos más en el arte es el elemento tradicional que contiene. De  manera que me he transformado en un antivanguardista. Es decir, soy el  líder de la retroguardia.
    
Has dicho que el libro que te abrió los ojos como novelista  fue Dublineses, de James Joyce, y que, con los años, te has ido  acercando mucho más a Beckett. Lo cual me extraña mucho. Sí reconozco en  tu escritura una voz sonámbula en primera persona que intenta relatar  el universo entero, pero en cuanto a la prosa me parece que estás mucho  más cerca de un Proust, por ejemplo, en el aspecto sensorial.
    
–Sí, hay una distinción muy práctica, de mi propia cosecha, según la  cual los escritores irlandeses de ficción pueden tomar dos caminos: el  joyceano y el beckettiano, y supongo que en mi caso –en un sentido muy  amplio– sigo el camino de Beckett, aunque no soy un escritor como él. Su  proyecto era, desde el principio, un asalto al lenguaje, un esfuerzo  por negarlo. En cambio, a mí el lenguaje me resulta peligrosamente  atractivo. Gozo con él, aunque intento evitarlo.
    
Acabas de mencionar a Frank Kermode. ¿Qué te parece la  crítica literaria? ¿Crees que los escritores tienen algo que aprender de  los críticos académicos?
    
–George Steiner me dijo hace años que los especialistas son los  carteros del futuro. Me parece una excelente justificación de su  trabajo, pero lo cierto es que no suelo leer obras académicas. No es que  no me gusten: es que no son para mí. No puedo leer textos sobre mi  propia obra, al igual que no puedo leer mi propia obra. Me sorprendió un  día, hace relativamente poco, darme cuenta de que la única persona que  no puede leer mis libros soy yo. Porque ya los conozco, y conozco  asimismo todas las versiones anteriores, y eso los ensucia. Mientras que  para un lector que llega a ellos por primera vez, todo es nuevo. Un  buen especialista siempre da la sensación de llegar al libro por primera  vez. Por otro lado, quedan muy pocos críticos realmente estimulantes,  como Edmund Wilson, personas que estaban fuera de la academia, pero  también absolutamente comprometidas y eruditas. Y erudito, a mi parecer,  suele ser algo completamente distinto de académico.
    
No contento con crear personajes, creaste un escritor de  novelas policiales: Benjamin Black.
    
–Benjamin Black está a medio camino entre John Banville y el tipo de  periodista literario que soy desde hace unos treinta o cuarenta años.  Si yo me pongo a escribir un texto para The New York Review tardo un  día, lo hago de un tirón. Benjamin Black también escribe de modo muy  rápido, muy fluido. Mientras que el pobre Banville escribe como un  caracol que cruza la página, dejando esa horrible baba... Así que son  dos métodos de escritura completamente distintos. Empecé a ser Benjamin  Black hace unos cinco años porque en aquel momento pensé que sería  divertido, y que además podía ganar algo de dinero. Tenía un guión para  la televisión que no se iba a hacer, así que decidí convertirlo en una  novela. Pero, si lo pienso, ahora me doy cuenta de que me hacía falta:  Banville necesitaba un empujón para salir del camino en el que se sentía  encerrado.
    
Volviendo al tema del estilo y a la trama, una vez me  comentaste que el estilo avanza con zancadas triunfantes mientras que la  trama arrastra los pies.
    
–Sí, como somos novelistas, no nos podemos librar de la trama, una  novela tiene que tener historia. Si no, no es ficción. Yo he tratado de  trabajar dentro de las reglas y de la tradición de la ficción.
    
¿Y cómo relacionas la idea de la trama y la de estilo? Para  mí, el párrafo más revelador de toda tu obra está en El libro de las  pruebas, cuando Frederick Montgomery dice: “Nuestro destino no era estar  en este planeta, esto es un error”. ¿Cómo te enfrentas a eso, a estar  en el planeta equivocado y tratar de encontrar estilo y trama aquí?
    
–Se trata de un párrafo de El libro de las pruebas, que escribí hace  veinte años, en el que un personaje dice: “Nunca me he acostumbrado a  estar en esta Tierra. Siento que nuestra presencia aquí es un error  cósmico, y que nuestro destino era otro planeta”. Y luego se pregunta  cómo les irá a esos terrícolas delicados, a los que iban a venir aquí,  en el otro lado del Universo, y se dice: “No, hace mucho que deben de  haberse extinguido, cómo habrían podido sobrevivir los delicados  terrícolas en un mundo hecho para contenernos a nosotros”. Y creo que es  verdad. Me siento, como todos nosotros, un extraño en la Tierra. Este  es un mundo absolutamente exquisito, no hay más que mirarlo, tan  distinto de nosotros. Hemos adquirido un conocimiento que las otras  criaturas no tienen, la conciencia de la muerte, y hemos pagado un  precio enorme por ello; sólo hay que ir a cualquier sala de espera de un  hospital psiquiátrico para entender el daño que la conciencia nos ha  infligido. Se trata de un regalo muy valioso, pero también muy difícil.  Un don que nos ha distanciado del mundo, de los animales, lo cual me  consterna profundamente. ¿Sabes cómo nos miran los animales? No me  refiero sólo a los animales domésticos sino también a los salvajes. Nos  miran con perplejidad, y constantemente tratan de comprendernos. Como  dice Nietzsche, los animales nos miran como el animal que ríe, el animal  infeliz, el animal loco. Por eso, supongo, es por lo que escribo, a  causa de esa sensación de distanciamiento, e intento encontrar el camino  de vuelta al mundo mediante oraciones. No creo que sea algo  excepcional, es lo que todos hacemos cuando hablamos, cuando tratamos de  expresarnos ante un ser amado u odiado.
    
Tus libros están llenos de pintores y de cuadros. He leído  que intentaste ser pintor, pero no te gustaba lo que pintabas. Dijiste  al respecto algo muy interesante: que intentar pintar te enseñó mucho  sobre la escritura y sobre la manera de mirar las cosas. Si alguien  bajase del cielo, uno de los dioses de tu última novela, y te dijese que  podrías pintar el cuadro que quisieras, ¿cuál sería?
    
–Cualquiera de la serie de La baigneuse del último Bonnard, de los  estudios de su mujer en el baño, hay seis u ocho, cualquiera de ellos,  sobre todo el último, uno de los mejores... Por cierto, las enseñanzas  de la pintura también se pueden apreciar en la obra de John Updike, que  tenía formación artística.
    
Sí, intentó hacer dibujos animados, con Walt Disney...
    
–... y estudió dibujo en Londres, en la Ruskin School. No diré que  la pintura te haga percibir el mundo de una manera diferente, pero sí te  proporciona una mirada más aguda, miras los detalles de otro modo, de  una forma más minuciosa. ¡Desgraciadamente yo no tenía ningún talento!  No sabía dibujar, no tenía sentido del color, ni conocimiento del  oficio. Era un adolescente, y creo que intenté pintar porque las  palabras me desesperaban, me parecían un medio demasiado difícil. Y aún  me lo parecen. Una de las razones es que son la moneda común de nuestra  vida diaria. Como ese personaje de Molière que descubre a los cincuenta  años que lleva toda la vida hablando en prosa. El hecho de que hablemos  un tipo de prosa no literaria hace doblemente difícil la renovación de  este medio común para que parezca nuevo. La pintura me pareció, en  aquella época, un medio simple. Estaba equivocado, desde luego.
    
En todos tus libros, el lenguaje es lo más importante y  definitivo, pero también están llenos de ciencia; por ejemplo, los que  escribiste sobre Kepler y Copérnico, incluso La carta de Newton y  Mefisto. Y ahora, otra vez, la ciencia es parte importante de Infinitos.  ¿Cómo llegaste a ello? ¿Has pensado alguna vez en volver al  descubrimiento científico como tema literario?
    
–El protagonista de Infinitos es un matemático. Siempre me ha  fascinado la ciencia. Creo que la ciencia del siglo XX ha producido  algunas de las ideas, y hasta de las imágenes, más hermosas. Me parece  mucho más interesante la física que la filosofía del siglo XX. Por  supuesto, de ninguna manera soy un experto; como todo novelista,  vergonzosamente, finjo saber cosas que no sé. En los años ‘70, en  Copérnico y Kepler, escribí sobre ciencia como una forma de escribir  sobre la creatividad sin escribir sobre el arte. Estoy convencido de que  la ciencia y el arte surgen de la misma fuente interior. Adoptan formas  muy diferentes –la ciencia tiene rigor y el arte no; uno no puede  refutar un soneto, pero sí una teoría científica–, pero creo que el  origen es el mismo. Ahora tengo sentimientos muy ambiguos hacia esos  libros. Me hicieron perder mucho tiempo dedicándome un poco a la  investigación. Hasta un poco de investigación, para un novelista,  resulta completamente extenuante... Cuando escribí esos libros era  joven, tenía veinte años, había una pequeña serie de libros de bolsillo  en aquel tiempo, se llamaba Fontana Modern Masters y tenía cosas tipo  George Steiner sobre Heidegger. Yo me imaginaba, en un futuro lejano, mi  nombre en el lomo de uno de aquellos libros y el de algún crítico  eminente que hubiera escrito sobre mí. Quería ser uno de los grandes  novelistas europeos de ideas. Como digo, era joven.
    
¿Y esa inquietud no tenía que ver con la idea de que la  ciencia es exacta y la literatura no?
    
–No, era más bien que me fascinaban las personas como Copérnico y  Kepler. Copérnico sólo fue a ver estrellas tres veces en toda su vida;  Kepler tenía doble visión, así que cuando miraba el cielo, lo veía todo  doble. Realmente no les interesaban las cosas tal y como son, la  realidad efectiva. Lo que querían era concebir un sistema que pudiese,  como se decía, “salvar los fenómenos”. Era una forma totalmente distinta  de hacer ciencia. Ni siquiera se llamaba ciencia, se llamaba filosofía  natural. Pero me fascinaba, porque es de hecho lo que hace el artista:  trata de imponer un sistema sobre una realidad incoherente.
    
Y con el ir y venir de tus libros, ¿crees que te estás  acercando a una suerte de “teorema Banville”?
    
–(Risas) No, como he dicho, la edad sólo trae confusión.
(Tomado de Página 12)